TRAVIS, 29/08/2023
Hace un par de semanas estuve en los veranos de cine (o en los cines de verano) que organiza el Ayuntamiento de Madrid y tuvimos la suerte de ver Desayuno con diamantes. O Breakfast at Tiffany’s en el original. Se me ocurren pocas ocasiones en las que una marca comercial aparece en el propio título. La reciente Air, las Lego películas, esas cosas de la Barbie o Mario Bros, Tetris o aquella en la que los vestidos también eran el principal atractivo para sus espectadoras, El diablo viste de Prada. La programación que se ofrece cada noche en estos veranos de cine es interesante y no deja de ser una suerte poder ver clásicos de la historia del cine en versión original y en pantalla gigante (Ladrón de bicicletas, La naranja mecánica, Cantando bajo la lluvia, Blade Runner o Pulp Fiction, por ejemplo). Algo que se perdió con el fin de las programaciones dobles en sesión continua. Una pena. Lo único que no me gustó de la experiencia fueron las butacas, un tanto incómodas, pero sobre esto volveré al final.

Hacía mucho tiempo que no veía Desayuno con diamantes y la recordaba un poco como esta última vez: sin grandes entusiasmos. ¡Claro que puedo disfrutarla!, por supuesto que se deja ver con agrado, pero está lejos de situarse entre mis favoritas de los clásicos de los sesenta. En esta ocasión traté de verla con otros ojos, intenté descubrir cómo Blake Edwards (director), George Axelrod (guionista) y los productores habían podido eludir una censura que en aquellos tiempos mutilaba películas por su estricta aplicación del Código Hays. Porque la Holly Golightly de la novela de Truman Capote es mucho menos ambigua, al menos en lo relativo a su profesión, que la de la obra de Edwards. La dama de compañía o escort que la pluma de Capote había creado se convierte en la versión de Hollywood en poco más que una chica alegre amante del lujo y de las compañías que se lo pueden procurar. Holly camina siempre en el filo de lo que intuimos que es, que apenas se deja entrever, pero sin mostrar mucho más que unos servicios poco claros por los que percibía cincuenta dólares. Me resultó cachondo leer los subtítulos en castellano, pues la traducción «el tocador de señoras» tiene unas connotaciones literales seguramente mucho más directas que lo que los censores españoles podrían prever.
Cada vez que he hablado con alguien de esta película y le he dicho que no me gusta demasiado, que Holly me resulta irritante por momentos, que me desconcierta o me pondría histérico en el papel de Paul Varjak (George Peppard), me han contestado:
- Pero ella está guapísima.
Y sí, claro que lo está. Audrey Hepburn es el glamour hecho mujer, es elegante, atractiva, resulta refinada, interesante, conmovedora en su fragilidad, lo que quieras. Pero todo eso era Audrey Hepburn, no tanto Holly Golightly. Entiendo a esos actores maduros que se enamoraban de ella, al menos sus personajes, en sus obras más conocidas: Gregory Peck en Vacaciones en Roma, Humphrey Bogart en Sabrina, Gary Cooper en Ariane, Rex Harrison en My fair lady, Fred Astaire en Cara de ángel, Cary Grant en Charada… incluso Sean Connery en aquellos últimos años de Robin y Marian. Audrey Hepburn parecía pedir un abrazo en cada escena del mismo modo que el gato sin nombre de la propia Holly.
La manera de evitar la censura fue convertir el personaje de George Peppard de manera descarada en un gigoló en la primera versión del guion. Aumentaron las escenas sexuales y los diálogos con su «mecenas» para que los censores se entretuvieran tachando esas partes y cuestionando al personaje, y de ese modo, el proceder de la dama de compañía Mrs. Holly Golightly pasó casi desapercibido. Algunas referencias son poco explícitas, si bien las más claras quedaron en el personajes de Peppard. Holly parece una chica frívola, al menos en apariencia, de cara a todos esos bobos millonarios que babean a su lado, si bien cuando se queda a solas, o con el vecino escritor, muestra todo su desamparo, la necesidad de huir de su pasado, la depresión o la preocupación por su hermano. Utiliza el ruido de las fiestas para no quedarse a solas con el silencio y sus pensamientos. O camina hacia Tiffany’s porque es el refugio en el que nada malo puede pasar, como suelta en un momento dado.
La historia de Lula Mae Barnes y su boda con el ranchero cuando solo era una cría adolescente resulta desoladora, y quizás sea entonces cuando uno siente toda la necesidad de dar a Holly ese abrazo de amigo que su personaje se pasa solicitando toda la película. Ahí se acaba esa alegría del filme, la aparente despreocupación, y se lanza hacia la huida que Peppard entiende que Holly necesita. Aunque Truman Capote no lo reconoció abiertamente, este personaje se basó en la madre del propio Capote, quien los abandonó cuando el escritor tenía cinco años. Lo dejó al cuidado de su tía en Alabama y se mudó a Nueva York para alcanzar un sueño que creía merecer. Por cierto, se llamaba Lillie Mae, pero debe ser una mera coincidencia si atendemos a diversas explicaciones del autor sobre el origen del personaje. Capote creó su personaje tomando un poco de aquí (su amiga Carol Marcus, habitual del paseo frente al escaparate de Tiffany’s para desayunar), otro poco de allá (Doris Lilly, como explicó en un libro) y lo mezcló con ideas de otras como Gloria Vanderbilt o Joan McCracken, una bailarina excéntrica que compartió amante con Capote, Jack Dunphy. El propio Capote tenía mucho de Holly, sabía lo que era sentir el desamparo y las inseguridades en primera persona.
A Truman Capote le horrorizó la película, siempre la detestó por todo lo que Hollywood había modificado de su argumento original. Se suprimieron las referencias a la bisexualidad de Holly, al consumo de drogas o al aborto de la protagonista, pero por encima de todo odió dos cosas: el final y la elección de Audrey Hepburn. Un final feliz tras las dos horas previas es absurdo, inverosímil. Pero es el que Hollywood demandaba entonces y lo sigue haciendo en el noventa y nueve por ciento de las películas. El final de la novela era el lógico: Holly vuela, huye de la Gran Manzana, y el escritor Varjak supone que habrá encontrado su lugar en el mundo, o al menos la paz interior que no podía encontrar con el tipo de vida disoluta que llevaba.
En cuanto a la actriz escogida para el papel, Truman Capote afirmó que es «el peor error de casting que he visto nunca. Me dieron ganas de vomitar». Capote quería a Marilyn Monroe, quien por entonces contaba con tres años más de edad que Audrey Hepburn. No la he visto nunca en ese papel. Puede no gustarme la película, pero estoy seguro de que con Marilyn no habría mejorado. La vulnerabilidad, la aparente independencia (que en el fondo esconde un deseo de seguridad y, quizás, dependencia), la fragilidad, la sencillez de Holly encajan como un guante en la piel de Audrey Hepburn. No veo esas características en Marilyn, la voluptuosa, el cañón sexual, el icono más sexy de aquellos años sesenta, el pibón por el que babean Jack Lemmon, Tony Curtis, Joseph Cotten, los moscones de Los caballeros las prefieren rubias o el propio Arthur Miller.
Audrey Hepburn era maravillosa, claro que sí. Hay pocas imágenes tan míticas como la de su interpretación de Moonriver en el marco de la ventana. Pero a mí personalmente, Holly me irrita tanto como a su vecino japonés de los pisos superiores, ese Mr. Yunioshi interpretado de manera ridícula por Mickey Rooney (¿quién o cuánto convencerían al actor para aceptar ese papel?).

No recuerdo quién fue el crítico cinematográfico que dijo que su culo era quien le marcaba la calidad de la película que estaba viendo. Si la peli lo absorbía, si le estaba encantando, si la estaba disfrutando, ni lo sentía. Pero como la peli fuera un truño, sus posaderas empezaban a molestarlo, a buscar otra posición, a dormirse. A pedir el final. Debía quedar media hora de Breakfast at Tiffany’s y a mí ya me daba igual el gato perdido, el estirado brasileño ese que no necesitaba interpretar José Luis de Vilallonga, el mafioso italiano o el escritor frustrado, no creo que fuera solo por la incomodidad de mis asientos: mi culo me hizo cambiar varias veces de postura.


