Leer sentencias en los tiempos del tuit (2 de 2), por Josean

Parece que lo único que importa es ser el primero y da igual el rigor de la información suministrada. Ya hace tiempo que dejamos de preguntarnos por las tres fuentes contrastadas para dar determinada información que luego se demuestra falsa o, al menos, incompleta. Se junta la necesidad de lanzar el titular en el medio digital de turno, o crear el hashtag que se convierta en trending topic, con el interés por manipular. Y en este innoble arte de la manipulación tenemos auténticos expertos en todas las casas.

No solo eso, sino que creo que ha llegado un momento en que ya no se juzgan los hechos, sino a la persona que ha cometido un acto o dicho algo inapropiado para automáticamente posicionarse en un bando o en el contrario. Los coros de seguidores, cada vez más ultras, sacan las frases de contexto, plantean comparaciones absurdas y rebajan el debate hasta niveles insospechados.

Lo que ocurre es que lo que vale para los manipuladores de la política y la sociedad, que nunca debía valer (pero lo hace) para cierto tipo de periodismo, algunos parece que pretenden llevarlo al campo de la Justicia. Y desde luego que no tiene nada que ver. Los jueces tienen que juzgar los hechos, analizar sumarios enormes, ordenar una cantidad ingente de información y dictar sus resoluciones basándose en ese trabajo, no en la tendencia del momento. Y aun así, después de decidir sobre un sumario de 80.000 folios llega un artista del tuit y en menos de 140 caracteres es capaz de poner en duda lo sentenciado.

Gabriel Rufián y su cla, Pablo Iglesias y su supuesta brillantez, el lenguaraz Percival Manglano en el PP,… cada uno con sus aplaudidores y detractores de turno. Hace unos meses la alcaldesa de Barcelona Ada Colau logró cientos de miles de aplausos de sus palmeros tras publicar su opinión en Facebook sobre la sentencia del caso Nóos, llegando a decir que «sale a cuenta robar».

Al margen de lo que podamos pensar cada uno sobre este caso por su politización, a la alcaldesa pareció importarle poco que el condenado Iñaki Urdangarín estuviera ejerciendo su legítimo derecho a la defensa y que lo más probable es que le veamos desfilar camino del trullo en unos pocos meses. Como tanta gente de mi entorno, la alcaldesa debió de creer que “el duque de emPalmado” (el 7 del Barça, como insiste Barney) se había librado de la cárcel, sin importarle que se estaban siguiendo paso por paso las distintas fases del proceso, como escuché a algún experto judicial en las radios, alguien a quien le dieron quince minutos y no 140 caracteres para explicarlo.

Es un ejemplo de miles, pero si esta burda manipulación se da en casos conocidos por todo el mundo, a saber qué no ocurrirá con esos otros, mucho más numerosos, de los que no sabemos nada. Me empezaron a surgir dudas con algunas campañas de recogida de firmas de change.org, plataforma en la que he firmado a favor de múltiples asuntos que creía de interés. De vez en cuando te llegan correos tipo: “robó 60 euros hace 6 años, está rehabilitado, pero tiene que ingresar 7 años en la cárcel”, o “llevan 30 años pagando su casa y ahora les desahucian por una deuda de su hijo”.

Hombre, con prisas firmaría, sin duda, pobre gente, pero ocurre que desde hace tiempo me fío cada vez menos de todas estas cosas y he dejado de firmar todo aquello que no veía claro clarísimo, transparente, con números de expediente, copias de la sentencia (aunque no las fuera a leer, ¡estamos en los tiempos del tuit!).

Es cierto que un tuit lo entiende todo el mundo, mientras que el lenguaje legal es farragoso, poco claro y retorcido, pero esas prisas por el titular o la corriente de opinión no pueden ni deben tergiversar la realidad. La periodista y experta en comunicación legal Almudena Vigil Hochleitner, en el libro escrito a varias manos Noticias, las justas, titula su capítulo de un modo acertado: Derribando el muro de la incomprensión legal. Comienza con algunos de estos casos incomprensibles a primera vista:

“Un joven es condenado a seis años de cárcel por pagar 79 euros con una tarjeta falsa, a otro robar cuatro teléfonos móviles, un bonobús y 13 euros le cuesta una pena de 11 años de prisión. Una mujer deberá pasar cuatro meses en la cárcel por intentar llevarse de una tienda 428 euros en ropa. Robar pizzas en un convento supone un castigo de quince meses de encarcelamiento . Un hombre acepta un año de prisión tras robar dos botes de leche infantil. La Justicia fija un año de cárcel para un joven que se apoderó de una gallina valorada en 5 euros.
¿Se imaginan un país con una Justicia así de severa?”

Estas frases cortas son terreno abonado para que los manipuladores habituales suelten su típico: “y mientras, ¡Urdangarín y Rato en la calle!”, o como mantiene el mismo capítulo: “Este tipo de casos suelen alentar una opinión pública según la cual la justicia no es igual para todos”.

La realidad judicial es algo menos simple (afortunadamente), y lo dice alguien que en esta página ha criticado duramente la falta de seguridad jurídica o la aplicación con carácter retroactivo de las leyes en una serie de decisiones incomprensibles que a mi modo de ver encerraban una necesidad económica, o se justificaban con la crisis, Europa o el Apocalipsis. Del mismo modo que hemos criticado el periodismo indocumentado o a vuelapluma.

El capítulo continúa explicando brevemente esos casos y así descubrimos que el “pobre” joven de los 79 euros pertenecía a un grupo organizado y su condena era por un delito continuado de estafa, que el chico de los teléfonos móviles fue hallado culpable de cuatro robos con intimidación, y así los demás en una serie de verdades a medias, o a cuartos, o a décimas partes.

Todo el capítulo resulta de interés porque no descarga la culpa de estos llamémoslos “malentendidos” (siendo benévolo) únicamente en la opinión pública interesada y dirigida, sino también en el propio lenguaje jurídico y en el papel de los periodistas o comunicadores. La autora manifiesta que existe “… un triple reto cuando se habla de información sobre asuntos legales o judiciales: una buena y accesible comunicación por parte de los profesionales del sector legal, un trabajo de averiguación y explicación de forma responsable, clara y comprensible por parte de los periodistas, y un sociedad bien formada e informada, con espíritu crítico y que no se quede en la superficie del titular que, como es lógico, siempre tenderá a ser lo más llamativo posible.”

Casi nada. Jueces que hablen de modo claro, periodistas respetuosos con la verdad, les guste o no a sus medios, y una sociedad que lea y razone sobre lo leído. Ojalá pudiera ser así, pero a veces me parece que tendemos a lo contrario: jueces que retuercen el lenguaje y las interpretaciones de las normas, periodistas dirigidos y una sociedad cada vez más analfabeta funcional. Lo cual, todo ello unido, produce verdadera lástima cuando tenemos más facilidades de las que ha habido nunca para acceder a todo tipo de información. Y verificarla, contrastarla, confrontarla con otras opiniones e interpretaciones, etcétera.

En este blog no somos muy aficionados al Twitter, como ya comentamos en la Declaración de intenciones del mismo hace más de tres años, pero ya que uno sentencias y tuit en el titular del post, no puedo dejar de mencionar la perplejidad que me provocan algunas resoluciones judiciales sobre estas frases cortas lanzadas a una red social. Y lo digo sin haber leído las sentencias, incumpliendo lo pregonado en los párrafos anteriores, quizás contagiado por el espíritu de uno que aspira a ser presidente de gobierno, Pablo Iglesias, y que dijo que “no es necesario haber leído las sentencias para poder opinar”. Con un par.

César Strawberry es condenado a un año de cárcel por seis tuits salvajes, la tuitera Cassandra por unos chistes sobre Carrero Blanco y el rapero Valtonyc se enfrenta a una pena de tres años de cárcel por una serie de canciones sobre la Casa Real. No sé qué dirán las sentencias de cada uno de los casos o a qué preceptos legales se acogieron los jueces que las dictaron, pero que nos parezcan gilipollescas las canciones del rapero, o que no nos gusten los tuits sobre Esperanza Aguirre (a mí sí me arrancaron varias sonrisas) o que la tal Cassandra esté como una puta cabra no sé si es suficiente como para condenas de ese calibre. Sobre todo cuando aquí permitimos que algunos imanes fomenten el odio desde sus mezquitas o alienten a la guerra santa contra los «infieles de occidente». Pero esa permisividad para según qué cosas da para otra entrada completa.

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