Faltan manicomios

Tengo un amigo que a cada locura que le comentaba que había leído o escuchado en tal o cual medio, me contestaba:

– Faltan manicomios.

Lo aplicaba a casi todo: a los asistentes a maratones de reguetón, a individuos que decían padecer ecoansiedad, a los participantes en First Dates… No pretendo frivolizar acerca de la salud mental de las personas, y menos en estos tiempos en los que, por fin, parece que el problema se ha tomado en consideración, pero supongo que algunas partes de este post bordearán la línea. Uno lee a veces la prensa, o ve un telediario, y se encuentra tal cantidad de gente «rara», por decirlo de un modo suave, que sospecha que no pertenecen al mismo mundo que esos seres de aspecto humano. Seguramente el problema no es de esas personas, sino de mí mismo, pues uno con la edad se va haciendo más conservador. No en el sentido político, sino en el familiar, hogareño, cultural o social. Y mi mundo se basa en una cierta educación, unos valores, unos principios e incluso unos gustos que difícilmente van a cambiar a estas alturas de la vida.

Decía Jane Austen que «la mitad del mundo no comprende los placeres de la otra mitad». Y por esta razón no critico a los siete mil tipos que acudieron durante una semana a una rave ilegal en Murcia para ponerse hasta arriba de alcohol y drogas. Una semana meando y cagando en cualquier sitio, sin dormir, con música trash a todo meter y disfrutando no sé muy bien de qué. Allá ellos, que cada uno se gaste su dinero en lo que quiera. Tampoco hablo de lo raro que me resulta ir a un parque acuático o a determinadas playas y comprobar que somos los únicos sin tatuajes por el cuerpo. Estupendo si esa es su idea de belleza, aunque algunos son auténticos cromos andantes. Otras veces escucho a tipos en la tele que se quejan por no llegar a final de mes o por la subida del precio del aceite, mientras te sorprendes al ver que tienen tatuajes de mil euros en el brazo o la pantorrilla. Pero como decía, allá cada cual y que cada uno viva su vida como le venga en gana mientras no afecte a la de los demás. I’m too old for this shit!, como ya afirmé en su día.

Pero hay otras historias que sí convierten a sus protagonistas en candidatos para un ingreso en los manicomios. Como la de esa mujer que se empeñó en ser velada viva. Se maquilló, hizo todo el paripé del ataúd y las flores, y estuvo recibiendo durante horas la visita de amigos y familiares. Supongo que se sentía falta de cariño, añoraba algo de «casito» por parte de sus allegados, y en lugar de acudir a un psicólogo o a un terapeuta emocional, prefirió montar este velatorio fake para que todos hablaran bien de ella (Los muertos siempre salen a hombros, recuerden). Tampoco deja de resultarme asombroso que estas chorradas se eleven al rango de noticia.

Quizás no sea tan extraño. En el pueblo gallego de Santa María de Ribarteme se celebra todos los años una romería en la que sacan a pasear a vivos por las calles de la ciudad… en ataúdes. Es gente que quiere experimentar esa sensación de ser llevado a hombros por sus colegas o familiares, pero ¡vivos! Con el ataúd al descubierto y como una especie de veneración, superstición, agradecimiento por haber superado determinados trances… cada uno tiene sus motivos, pero si Berlanga rueda este espectáculo lo tildarían de «inverosímil», «locura poco creíble».

Como la de las veinte mujeres que decidieron casarse consigo mismas en un acto conjunto, no sé si por la imposibilidad de encontrar pareja, o por salir de una soledad y una profunda depresión, y sentirse queridas por un día. Las imágenes no transmitían alegría, sino lástima. Poco tiempo después, la directora española Icíar Bollaín quiso darle una vuelta a esta necesidad de algunas personas y filmó La boda de Rosa como la bonita historia de una mujer que decidió quererse a sí misma y pasar del resto de los hombres. La peli tiene poco de hermosa. La soledad es muy jodida, estoy seguro.

Una de estas mujeres (no es coña) se casó consigo misma y se separó pocos meses después porque dijo que no se aguantaba. Era argentina. Quizás pensó que su cónyuge hablaba demasiado. En el fondo, yo creo que hay mucha gente necesitada de atención y estas pseudobodas son una manera de ganársela. Ya han inventado una palabra para esta práctica: soligamia. En algún artículo leí que la motivación de estas personas era el amor, porque «se amaban mucho a sí mismas». En mi adolescencia eso se llamaba masturbación y era un acto íntimo, no había por qué montar un sarao con amigos ni compartir ese sentimiento con los demás.

El terreno de las parafilias sexuales da mucho juego y Woody Allen describió algunas de ellas en Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo pero nunca se atrevió a preguntar. La fascinación por las grandes ubres, la excitación sexual exclusivamente en lugares públicos o el episodio que creo que todos recordamos con mayor claridad: el de Gene Wilder enamorado de su oveja. Aquello era un sketch del señor Allen, pero supongo que hay gente para todo. De siempre se ha hablado de ciertos pastores, granjeros y la relación con sus animales. Yo, sinceramente, ni lo imagino, ni quiero verlo (me consta que hay quien sube vídeos de estos a las redes). Algunos medios continúan con su labor «evangelizadora» iniciada hace años y periódicamente nos ofrecen algunas otras de estas extrañas aficiones:

Si la gente que practica el sexo con árboles o se excita poniéndose hormigas en sus partes no están de manicomio, yo ya no sé… pero supongo que hay que respetar la «diversidad» como nos cuentan, siempre y cuando no afecten a terceras personas. En el caso de la formicofilia, mi duda radica en saber si entran en conflicto la Ley de libertad sexual con la de Bienestar Animal, pero lanzo la pregunta al aire por si los que parieron ambas leyes tienen a bien contestar.

(Advertencia: aunque el tono del post pueda ser de chanza, jamás la haría con ciertas cuestiones: los agresores sexuales y los pederastas deben ir a centros especializados, sean manicomios o como se quieran llamar, dentro de cárceles de máxima seguridad y no salir de allí jamás).

Que cada uno disfrute su vida, sus gustos y manías como quiera, siempre y cuando no interfiera en las de los demás. El problema es que a veces ocurre que la identidad de género o la autopercepción de uno mismo sí entra en conflicto con las leyes que nos hemos dado para organizar esta fauna que es el mundo. Y hoy voy a dejarlo en esas personas que se hacen llamar «transespecie»: fulanos que dicen no sentirse humanos, ni identificarse como tales. El caso del japonés que se gastó 14.600 euros en transformarse en un collie, el británico que dice querer vivir como un dálmata o el tipo de las orejas de silicona. Paren el mundo, que me apeo.

Yo no digo que haya que llevarlos a un psiquiátrico, pero sí al menos podían evitar exponerlos en televisión. Que luego todas estas soplapolleces atraen a un montón de imitadores.

– Ah, retrógrado, carca, pollavieja, ¿estás impidiendo que una persona se autodetermine libremente como quiera o como se autoperciba?

– Pues, hombre, si un perro no paga impuestos y les reconocemos una exención fiscal por su transespecialidad, o si hay que subvencionar su transformación o una pensión el día de mañana, o darles un puesto de trabajo para no incurrir en discriminación «perruna», o si eso significa que tenga que hacerse una ley para que esta gente pueda vivir en su mundo ficticio, o si eso va a suponer que para no ofenderlos tenga que permitir que un tipo disfrazado de dálmata pueda cagar en un parque al lado de mi casa, pues sí, me opongo. Rotundamente.

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