

TRAVIS, 28/12/2023
No había salido aún del cine de ver el Napoleón de Ridley Scott y ya me estaba preguntando por qué esa manía de algunos directores por convertir a estos líderes megalómanos, tipos tiránicos en sus formas o dictadores en sus distintas acepciones, en completos anormales. Cuando no imbéciles. El Napoleón que interpreta Joaquin Phoenix no nos lo muestra como un imbécil integral, pero sí está más cerca de su papel de tarado como Joker que de un tipo inteligente o brillante como sin duda debió de serlo el Bonaparte original.
La interpretación del actor protagonista es mi principal pega a la película, dos horas y cuarenta minutos con momentos muy disfrutables, como todo lo que rueda el bueno de Ridley, pero con escenas que te hacen pensar mientras la ves: “¿de verdad un anormal así pudo hacer que un país entero como Francia se plegara a sus designios?”. Eso, y la otra gran pega, que es la relación bipolar y, por momentos, infantil con Josefina. No cuestiono el rigor histórico porque no soy ningún experto y eso ya lo han hecho otros en artículos muy didácticos y repletos de datos (aquí ya dediqué a la falta de rigor hollywoodiense aquel post titulado Una furgoneta del siglo XIII). Tampoco discuto la calidad de las escenas de batalla, la fotografía (Scott siempre fue un maestro) o la maravillosa ambientación, pues se ve el dineral invertido en cada fotograma.
Lo que me pasa con las películas que tienen como centro de la acción a un líder carismático, capaz de hacer que un país entero siga a pies juntillas sus delirios de grandeza, es que exijo que ese personaje tenga todo lo contrario de lo que muestra Joaquin Phoenix. En esta o en aquel lejano ya Gladiator en el que se sintió muy cómodo en su histriónico papel de Cómodo. A ese líder tiránico le exijo que sea “grande”, que tenga una capacidad intelectual muy por encima de los que lo rodean, que sea un visionario, que anticipe los distintos escenarios que pueden suceder, que tenga un carisma que se huela en cada escena, que se coma al resto de los actores con cada gesto o mirada. Que sea un hijo de puta, sí, pero listo, un listo cabrón hijo de puta. Que aniquile por venganza o por previsión. Y que inspire tanto respeto en los suyos como miedo en los rivales. Es lo que echo de menos en el Napoleón de Scott y Phoenix, algo que sí tenían los de Marlon Brando (Desirée) y Rod Steiger (Waterloo). Tengo pendiente el Napoleón de Abel Gance (1927), para algunos la mejor del personaje, pero dudo mucho de la contención gestual del protagonista, ya que hablamos de la época del cine mudo.


El objeto del post de hoy no es hablar de la figura de Napoleón, sino de la estupidización de los tiranos en el cine, de la ridiculización, a veces exagerada, de tipos que eran unos redomados hijos de puta. Es cierto que las formas de algunos de ellos llaman a la parodia, como mostró Roberto Benigni con la figura de Mussolini en La vida es bella, en aquella entrada al pueblo subido a un coche en la que no se distinguía si hacía el saludo fascista o si estaba pidiendo a los aldeanos que se apartaran. “Entrada prohibida para judíos y perros”. Si no fuera porque esos carteles o similares existieron, no nos resultaría tan patéticamente graciosa la respuesta de Benigni al chaval: “ahí hay otra tienda que no deja entrar a españoles ni a caballos. Y hace poco vi una tienda que no admitía chinos ni canguros. A partir de mañana ponemos un cartel en nuestra librería que prohíba la entrada a las arañas y a los visigodos”.
Las películas de parodias norteamericanas del trío ZAZ (Zucker, Abrahams y Zucker) juntan a varios de estos dictadores, como en el arranque de The naked gun (aquí bajo el título letal de Agárralo como puedas). Jomeini, Gaddafi, Yasser Arafat, Idi Amin… incluso Mijail Gorbachov aparece por allí:
¿Tendrá Jomeini una mohicana naranja bajo el turbante, como sugiere este hilarante arranque? Los mismos ZAZ rodaron la segunda parte de Hot Shots en 1993, pocos años después de la invasión de Kuwait por parte del ejército iraquí de Sadam Husein, quien lógicamente no escapó a su correspondiente parodia:
«Desayuno, firmar penas de muerte, almuerzo con Gaddafi, ejecución, ejecución y fiesta de cumpleaños» se puede leer en su planning del día. Y un momento final como un Terminator del tipo T-1000, quizás para incidir en la «Inhumanidad» del sátrapa iraquí:
Podemos reírnos de toda esta panda de energúmenos, o podemos hacer como otros, que creen que no deberíamos trivializar con las figuras de los dictadores. Idi Amin debía estar a años luz de la parodia de los ZAZ y seguramente mucho más cercano al tipo que interpretó Forest Whitaker en El último rey de Escocia: listo, hábil, carismático, con sentido del humor. Y un hijo de puta al que temer. Como sin duda lo sería Stalin, cuya filmografía dedicada es muy inferior a la de Hitler. Suele aparecer como un alcohólico asocial que extermina por placer, lo cual dista mucho de ser una parodia, como en las breves apariciones en El abuelo que saltó por la ventana y se largó y en La muerte de Stalin.


Los personajes que han resultado tan extremos en sus vidas son carne de parodia, por muy dañinos que fueran en sus vidas. La sucesión de Stalin y todos los tópicos sobre el Partido Comunista de la Unión Soviética se juntan en la segunda de las películas mencionadas: el silencio forzado, el miedo a opinar, la una…nimidad en la toma de decisiones. Por su parte, el abuelo centenario sueco de la primera también conoció durante sus andanzas a Francisco Franco, a quien nos presentaron en pantalla como un tipo cercano aficionado a las sevillanas. Y sinceramente, no sé si yo estaba preparado para ver al Caudillo moviendo las muñecas de esa manera. O para verlo con el aspecto algo orondo de Juan Echanove en Madregilda, jugando al mus mientras escucha chistes sobre Stalin y su persona:
El modo de hablar tan característico de Franco se presta a la imitación chusca, pero aquí Echanove lo convierte en irreconocible. Como lo era Juan Diego por otros motivos orales y gestuales en Dragon Rapide. Me gustó la interpretación que hizo de Franco el actor Santi Prego en Mientras dure la guerra, el acercamiento sincero que hizo Alejandro Amenábar de nuestra guerra civil. Y aún más me gustó el Millán Astray listo e hijo de puta que compuso Eduard Fernández en la misma película. La voz de Franco y su manera de pronunciar eran muy características, muy aptas para las parodias de tantos cómicos o imitadores como hay en nuestro país. Uno de estos actores cómicos, Carlos Areces, interpretó en una ocasión a Franco en un programa de Buenafuente y lo hizo con tanto acierto que Fernando Trueba lo escogió para meterse en la piel del dictador en La Reina de España, en la que mantiene un intenso cara a cara con la actriz Macarena Granada (Penélope Cruz).


Lo cierto es que el personaje de Penélope Cruz sabía lo que era mantener la mirada a un tipo de estos que se cree con derecho a disponer de las vidas del resto de los ciudadanos, pues ya en la primera parte de esta comedia sobre una banda de cómicos, La niña de tus ojos, había tenido que lidiar con un Goebbels incapaz de controlar su libido. ¿Está bien reírse de estas parodias? Pues no sé si lo está o no, pero yo reconozco que me he deshuevado con varias de estas películas. Como el humor salvaje que utilizó Sacha Baron Cohen para crear un dictador ficticio que es una mezcla de Sadam Hussein y Gaddafi en El dictador. Y no deja de resultar cachondo que, con todas las barbaridades que hace y dice el protagonista (el trueno de Faluya, bromas sobre el 11-S, «¿es niño o aborto?» sobre un recién nacido,…), lo que más gracia me sigue haciendo es su discurso en las Naciones Unidas sobre las bondades y virtudes de una dictadura. ¿O está hablando de otro país?
Y también lo pasé bastante bien con la primera mitad de The Interview, la mordaz sátira sobre Kim Jong-Un que tanto molestó en Corea del Norte. Ese coreano con problemas de sobrepeso y llorando con las canciones de Katy Perry es impagable, aunque decaiga en la segunda mitad.
Dejo para el final a Adolf Hitler. No sé si sería como el tipo astuto que reúne a sus generales en Valkiria o como el (demasiado humano) personaje que compone Bruno Ganz en El hundimiento, película que, por cierto, contiene una de las escenas más utilizadas para parodias de todas las redes sociales (vale para fútbol, política o personajillos de los saraos televisivos). Desde luego no sería como el Hitler bobalicón que imagina el niño de Jojo Rabbit, ni como el Hitler gay que crea Mel Brooks para Los productores. Un Hitler gay era un argumento infalible para perder dinero en una producción, como dice el productor en la obra.



A mí me admiran dos de estas parodias. Pero en especial por la época en la que fueron realizadas. La primera, la del «Hail yo mismo» sobre las propias calles de Polonia en Ser o no ser. Dirigida por el genio Ernst Lubitsch ¡en 1942!, un judío alemán que se nacionalizó estadounidense en 1933. Una película muy disfrutable hoy en día, pero para la que había que tener el estómago necesario en aquellos años.


Y el premio al visionario fue para Charles Chaplin por El gran dictador, escrita, dirigida y protagonizada por el mismo genio británico en 1940. Tenía mucho más claro que los dirigentes de su país lo que estaba por venir. Fue capaz de hablar de la persecución de los judíos, de la aniquilación de la libertad de expresión en el país y de las ansias de expansión de los nazis cuando apenas acababan de comenzar sus incursiones. Y nos regaló este triste y maravilloso discurso que se ha repetido mil veces por la potencia del mensaje:
¿Podemos reírnos de los dictadores? En absoluto. De sus parodias, totalmente. Es necesario.