JOSEAN, 17/05/2020
Esta semana me tocó ir a un juzgado a declarar como testigo de la parte demandada, que no es otra que la empresa que me paga religiosamente mis (por otro lado impagables) servicios. La jornada habría resultado tediosa de no haber mediado la comparecencia del otro testigo, mi compañero Animal, así llamado no precisamente por sus exquisitos y contenidos modales. Excesivo, algo bocazas, mujeriego, pero buen compañero de batallas por encima de todo.
El juicio no era más que una reclamación de cantidades entre otra empresa y la nuestra. Un importe medio, no demasiado elevado, el típico importe que para un particular es una buena jodienda, pero para una empresa es una cantidad apenas perceptible en la cuenta de resultados. En cualquier caso, una cantidad por la que merecía la pena luchar y solucionar las cosas como se debería: batiéndose en duelo al amanecer. Nunca en un juzgado repleto de togados y gente siesa.
El abogado defensor contratado por nuestra empresa nos citó unos días antes para aconsejarnos sobre determinadas pautas de comportamiento que debíamos observar ante sus señorías, la primera de las cuales era fingir que no habíamos preparado el juicio. Más aún, que ni siquiera nos conocíamos.
– ¿Cómo? -preguntamos Animal y servidor al unísono.
– Sí, lo normal, no pasa nada, se supone que no podemos preparar vuestra comparecencia. Ah, y muy importante: un acusado puede mentir, pero un testigo tiene obligación de decir la verdad.
– Vamos a ver si lo he entendido -dijo Animal-, se supone que no te conozco, y si me preguntan si te conozco tengo que decir que no. Y nos has hecho venir aquí, y el día del juicio vamos a tomar un café y entrar juntos, pero luego si me preguntan no puedo mentir.
– Así es.
– ¡Tócate los cojones! -se le escapó a Animal.
– No te preocupes, que no lo preguntarán. Entre bomberos no nos pisamos la manguera.
Y ya está, y con eso se quedó el abogado se quedó tan tranquilo, no así nosotros. Nos explicó que la vista sería grabada, que el escenario es intimidatorio, «un efecto buscado, se trata de que estéis incómodos», en forma de U, con el testigo frente al juez y el secretario, con la defensa a la derecha y los abogados de la parte contraria en el lado izquierdo. Nos anticipó las cuestiones que seguramente saldrían y nos preparó las que entendía que vendrían de la parte contraria. En uno de los momentos nuestro abogado me dijo que uno de mis correos electrónicos de tres años atrás era muy relevante para la resolución del caso. Me eché a temblar, dado que mi incontinencia epistolar suele ser igual de desmedida incluso cuando se trata de correos laborales. A lo largo de todo el expediente había una veintena de correos escritos por mí con sus correspondientes respuestas de la otra parte, y por suerte no encontré en ninguno de ellos mis tradicionales «sois la hostia», «la madre que te parió» o «cagüenmiputacalavera-qué-condiciones-son-estas», frases habituales en toda negociación que se precie.
– Es este correo. Si te parece, en un momento dado, voy a preguntarte por el mismo y tú vas a contestar «no sé, ha pasado mucho tiempo, no lo recuerdo», y entonces yo le pediré permiso a su señoría para mostrarte el expediente, que lo leas en voz alta y que hagas como si recordaras las circunstancias que lo motivaron.
Uno es un currante y no un actor, y entre mis aptitudes laborales no se halla la interpretación, pero, bueno, el deber llamaba a mi puerta y trataría de emular a Henry Fonda o a James Stewart cuando la defensa lo requiriera. Con estos cuatro consejos llegó el día de autos y, café mediante con nuestro «desconocido» abogado, nos presentamos en el juzgado. «Es una jueza, la conozco de hace tiempo, es veterana». Veterana y malencarada, madre mía. Tenía pinta de no haber dormido bien desde antes de ser madre y eso que tenía aspecto de ser ya abuela.
– Que pase el primero de los testigos.
«My turn!», y me encaminé hacia la sala, no exento de cierto nerviosismo. Efectivamente y como me había anticipado nuestro picapleitos, el escenario es incómodo, con un «pringao» como el que esto escribe de pie en el centro de la sala y el resto de la sala sentados. Al frente, a ambos lados e incluso detrás de mí. Te miran todos con una cara tan rara que estuve a punto de llevarme la mano a la bragueta por si había cometido el error de… ya saben. El micro estaba sobre una pequeña tarima, pero a la altura de una persona de metro sesenta, con lo que para hablar tenía que encorvarme ligeramente. Miré la base del micro, pero no me atreví a intentar subir su altura, porque iba a cagarla seguro, como esos tipos poco avezados en la televisión que aunque sean físicos nucleares son incapaces de ponerse el micro de manera correcta.
La jueza hizo la típica pregunta de rigor sobre jurar o prometer decir la verdad y luego otra que desconocía hasta este proceso sobre si tenía algún interés personal en el caso:
– Por supuesto, trabajo para esta empresa, no quiero que esos señores me estafen y vengo a defender los intereses de quien me paga.
¡Error! Menos mal que ya me lo había advertido nuestro abogado, así que contesté como me habían aleccionado:
– No, ningún interés -con desidia.
Comenzaron las preguntas del lado amigo y respondí de manera escueta, como me habían aconsejado. Se me ocurrían un montón de improperios que soltar sobre las prácticas extorsionadoras de la contraparte, pero seguí con ese perfil bajo que la situación demandaba. La jueza y la secretaria no dejaron de escribir en ningún momento, a mano, apenas me miraban, y aunque yo trataba de buscar su mirada lo cierto es que la jueza parecía estar escribiendo un testimonio pre-suicidio o la lista de invitados a algún soporífero evento familiar.
Llegamos a nuestro pequeño teatrillo y mi abogado preguntó a la jueza si podía mostrarme el documento número 17 que constaba en el expediente. La jueza asintió con el mismo ánimo con el que un rumiante en la pradera eleva la vista ante un visitante de ciudad y me acercaron el tochaco que contenía el expediente.
– Hace mucho de este correo… espere que refresque la memoria -«joder, mientes peor que Ana Rosa hablando de su libro»-. Ah, sí,… creo recordar que es un correo que dirigí a alguien de la compañía pidiendo aclaración sobre una cláusula del contrato, no sé si al comercial o al director general… -me toqué la nariz, craso error, gesto inequívoco en todos los manuales de «gestos a evitar cuando vas a soltar una trola», me puse algo nervioso, pero fui capaz de recomponerme y leerlo-. «Estimado David, me dirijo a ti…»
Entonces llegó el turno de la abogada de la defensa. Era una chica joven, treintaypocos años, resultona más que guapa, rubia muy rubia sin cumplir uno solo de los tópicos sobre las rubias. Llevaba unas gafas rojas tras las cuales escondía unos ojos que parecían muy bonitos, y… lo cierto es que para mí ahí acababa su encanto porque en cuanto abría la boca… ¡madre mía, chica, respira un poco, que te vas a asfixiar! Comenzó a cuestionar todo, el contrato, las cláusulas, mis correos, las respuestas de sus defendidos, todo. Le faltó cuestionar mi nombre y mi presencia en el juicio. En sus propias preguntas trataba de llevar implícita la que debía ser mi respuesta. Una lianta del trece. «Joder, si no estoy atento, me la lía», así que contesté de una manera aún más escueta, casi con monosílabos, excepto cuando tuve que acudir al mismo correo electrónico leído con anterioridad.
– No, desde luego que no fue así, como puede comprender tras el correo que hemos comentado y la respuesta del director general de su compañía.
Terminó el interrogatorio y pedí permiso para salir de la sala para atender mis quehaceres diarios, bastante importunados ya por ese día. La jueza Alegrías me contestó con una sola palabra:
– Siéntese -quizás fueran tres palabras y añadió «por favor», pero el tono tajante e imperativo hizo que no escuchara nada más.
Llegó el turno de Animal. Me temí lo peor de él, sobre todo al ver el aspecto de la abogada contraria. Prometió decir la verdad y toda la verdad, y a la pregunta sobre su interés en el pleito contestó «ninguno» con la misma apatía o más que si hubiera pronunciado «me la suda», que en su jerga le pega bastante más. Bien, parecía tener la lección bien aprendida. Respondió con soltura y su gracejo habitual a las preguntas de nuestro abogado, con un tono algo informal para lo que a buen seguro se estila en los juzgados a diario. Se le escapó un «no, joder», pero fue capaz de excusarse a continuación y proseguir con la exposición de los hechos. Sonó natural, para nada impostado, como seguro que lo estuve yo por momentos. Algunas de sus respuestas lograron que la jueza levantara la cabeza de sus papeles y de la elaboración de la «lista de invitados», y enarcó las cejas cuando Animal contestó con algún exceso de campechanía:
– Estoy tan seguro como del color de la toga de esta señorita -dijo señalando a la abogada de la defensa.
Lo cierto es que todas las togas de la sala eran negras, pero yo, que le conozco bien, sé que Animal ya se estaba imaginando a la abogada sin la toga. O con la toga y sin nada más debajo.
Comenzó el interrogatorio de la abogada, de «la Rubia». Observé a Animal callado como nunca le había visto en presencia de una mujer, obnubilado por completo. Como me reconoció después, se estaba poniendo cachondo. Sé que el juicio era un tema serio, pero me vino a la mente el recuerdo de una conversación con Animal sobre cierta mujer del ámbito político:
– Joder, tío, yo es que cuando Inés Arrimadas se pone a echar broncas, me pone mogollón. Tiene un morbazo tremendo. Con esos ojazos, con esa labia que… uf, si yo fuera su marido, una discusión con ella solo podía acabar de una manera. De esa manera.
Se me pasó por la cabeza que Animal fuera a contestar con un «mira, guapa», o un «no, cariño». Me di cuenta de que era yo el que estaba entre nervioso y expectante, mucho más que el propio interrogado, y la situación no dejaba de resultar paradójica. Animal contestó de una manera muy profesional… para ser él, ¡estaba flirteando con la abogada, la madre que le parió! Contestaba con cierta condescendencia, me atrevería a decir que con algo de cariño, pero por suerte en ningún momento dijo nada inconveniente para nuestros intereses.
Terminado el interrogatorio, Animal se sentó a mi lado y llegó el turno de las exposiciones finales de los abogados. Ahí fue cuando pude comprobar la locuacidad de los picapleitos. Sabía que la del nuestro era insuperable… hasta que vi a «la Rubia» en acción. Menudo torrente de voz, menuda capacidad de dicción sin atragantarse y sin pestañear, de vocalización precisa y rotunda, «bla, bla, bla, las condiciones eran muy claras, bla, bla, bla, interpretación interesada, bla, bla, bla, mala fe…». Miré a Animal, que estaba embobado escuchándola y le di un codazo en las costillas. De no haber estado en un juzgado, le habría hecho el gesto de recogerle las babas de la boca. Por un instante llegué a pensar que al acabar iba a levantarse a aplaudir, rendirse abiertamente a sus encantos e invitarla a un café, a comer, a unas cañas o a solucionar las diferencias a la manera de una buena «arrimada» a Inés.
La abogada estuvo piando unos quince minutos, impresionante. Lo que más me dolió fue escuchar la tergiversación de mi relato, la interpretación torticera de mis palabras, y uno, que ha visto muchas películas norteamericanas de juicios, estuvo tentado de vociferar un «¡protesto!» en toda regla. Cosas así se habrán visto en muchos juicios, que la tele es mala consejera y todavía me acuerdo de aquel individuo que pidió acogerse a la quinta enmienda.
Terminó la vista y salimos todos por la misma puerta. Me quedé hablando con nuestro abogado, que salía bastante satisfecho, o al menos eso me confesó. La jueza pasó ante nosotros con prisa y se despidió con la misma efusividad con la que un verdugo despide a sus ajusticiados. Quizás el cuello de su toga entendió el «hasta otra» que pronunció. Ojalá no haya otra, pensé para mis adentros.
La abogada de la otra parte, la «Rubia» for ever, abandonó su papel de inquisidora Dominatrix y pasó a ser todo dulzura y simpatía, momento en que se acercó Animal a decirle que lo de la mala fe le había ofendido profundamente.
– ¡Yo no he obrado de mala fe en mi vida!
– Nada, nada, no te molestes, ya sabes cómo es esto, hay que sobreactuar un poco, ja, ja, ja -respondió mostrando una hermosa sonrisa.
Un par de semanas después tuvimos la resolución y fue favorable a nuestros intereses, ¡bien! Cuando comenté la sentencia con Animal, me contó que quedó con la Rubia esa misma tarde-noche del juicio y que no podía contarme nada más «porque no es propio de caballeros». Sé que no hubo nada más porque lo que no es precisamente Animal, es un caballero.