Los Lieder germánicos y las laponas malolientes

Hace unos pocos días me invitaron de nuevo al Auditorio Nacional a otro de los conciertos de los ciclos de Ibermúsica. Para los lectores de este blog son bien conocidas tanto mi tradicional querencia a responder afirmativamente a cualquier plan apetecible que pueda surgir como mi ignorancia supina en materia de música clásica. Lo cual no quiere decir que no la disfrute, como ya conté tras pasar una noche con la Filarmónica de Londres.

Ya me había avisado mi madre de que este podía ser un concierto «algo duro», complicado. Vamos, que para alguien poco entendedor en el románticismo germánico podía ser un torrado de época. O un gozoso deleite, que nunca se sabe lo que una nueva experiencia puede deparar (que se lo digan a Freddie Mercury). El concierto no estaría interpretado por una gran orquesta, sino por el pianista ruso Evgeny Kissin (Eugenio Besand, para entendernos) y el barítono alemán Matthias Goerne (lo llamaré Matías Grueso, pues ese era su aspecto). Interpretarían una serie de «lieder», que (tuve que buscar qué eran) consisten en poemas o canciones líricas breves a las que se pone música para ser cantadas normalmente por un solista acompañado de un piano. Schumann y Brahms en el reparto, que a mí me suenan como Beckenbauer y Kroos, gente fiable, sólida, consistente, que no van a fallar.

El piano es una maravilla, como siempre, lo toque Elton John, Jerry Lee Lewis, Ryan Gosling o cualquiera de estos genios de la música clásica. Hasta ahí, ninguna objeción. Kissin tocaba con sensibilidad, con el ritmo adecuado, con suavidad, armonía… el problema surgió cuando comenzó Matías Grueso. No tenía una voz agradable y parecía como si su enorme panza ejerciera de caja de resonancia interior. El tono era entre gutural y nasal, lo cual nos extrañó, porque emitió un par de carraspeos en el primer lieder, como si buscara soltar un gargajo.

«In wunderschönen Monat Mai, Als alle Knospen sprangen», comenzó Grueso con firmeza teutona, unos versos que, como todos supimos por unas pantallas que teníamos enfrente, significa «En el maravilloso mes de mayo, cuando todos los capullos se abrían». Debe ser que se acerca período electoral, comenté a mi mujer.

«Da ist in meinem Herzen, Die Liebe aufgegangen», o sea, que «fue entonces cuando en mi corazón nació el amor». Con la voz profunda del barítono y el tono imperativo del alemán, la canción de amor parecía cualquier cosa menos eso. Si no me ponen la letra traducida en la pantalla, habría pensado que estaba dando unas instrucciones para aprovisionar a un regimiento.

El contraste era llamativo: Kissin seguía a lo suyo, lo mismo que Goerne, el primero acariciando las teclas con delicadeza y el otro, pisando el escenario como si acabara de invadir Polonia (licencia de Woody Allen, por supuesto). Lo de seguir las letras en la pantalla fue una manera interesante de comprender mejor el concierto. Hay uno de aquellos poemas cantados que me pareció un auténtico culebrón, me tenía en ascuas esperando el siguiente verso, a ver cómo acababa la historia. Hablo del celebérrimo Ein Jüngling liebt ein Mädchen, cómo no.

«Un joven amaba a una muchacha,
ella prefería a otro,
el otro amaba a otra
y se ha casado con ella».

Con menos de esto se han rodado temporadas enteras en Venezuela.

«La muchacha escoge despechada
al primer joven
que se le cruza en el camino:
el joven está desolado».

Tampoco entiendo muy bien por qué habría de estar desolado. De hecho, este verso me recordó a aquel chiste que leí una vez que decía algo así como:

Cada vez que veo a una pareja discutir por la calle o en un bar, suelo quedarme cerca por si a ella le da por decir: «y ahora me voy a cepillar al primer tío que se me cruce por delante».

Salvo que el joven desolado no sea el mismo que se cepilla la mujer despechada, sino el joven del inicio de la historia, en la primera estrofa. Claro que Kissin y Goerne no paraban y no era cuestión de preguntar.

«Es una vieja historia
pero siempre actual,
y a quien acaba de ocurrirle,
le destroza el corazón».

Todo ello con un sonido tan mecánico como el que podía emitir la fábrica de bielas y cilindros de la Volkswagen en Karlsruhe. Varios de los lieder de Schumann hablaban de flores silvestres, lirios, paseos por el campo, sueños tirando a necrofílicos, y también de amores perdidos que acaban en tentativa de suicidio (o así interpreté yo eso de «un oscuro deseo me impulsa hacia la altura del bosque, allí se disipará en lágrimas mi dolor inmenso»). Pero el poema que no pude resistirme a buscar incluso allí mismo, en el propio Auditorio, fue el Die alten, bösen Lieder. O Las viejas, malvadas canciones, como podemos traducir rápidamente en Google. Los versos sonaban plúmbeos, como de una tonelada, y la carga corporal de Goerne era tan profunda que parecía afectar a la tarima, que crujía a cada uno de sus movimientos, no sé bien si por su oronda figura o por la pesadez de las notas. Se trataba del poema número 16, el que cerraba la primera parte del concierto con el Dichterliebe, Opus 48. «Cómo no, en este pueblo somos muy de Dichterliebeopus48», parafraseando a Saza. Hablaba de algo muy grande y pesado, y al principio creí que se trataba de una mujer con obesidad mórbida, porque la letra decía literalmente «traed un enorme ataúd, el sarcófago debe ser aún mayor que el tonel de Heidelberg». Si no me creéis, buscad la traducción. No pude resistirme y como vi que entre el público había algunas personas que miraban la pantalla del móvil (una aberración que se repitió durante buena parte del concierto), hice lo mismo por unos segundos, solo para encontrar que «el tonel de Heidelberg tiene una capacidad de 219.000 litros y soporta una pista de baile en la parte superior». Pues sí que es grande el ataúd que pide este buen señor.

El poema continúa glosando las medidas descomunales que debía de tener el ataúd de lo que yo ya empezaba a imaginar como la versión femenina de Brendan Fraser en The Whale:

«Traedme también doce gigantes,
deberán ser más fuertes
que el San Cristóbal de la catedral de Colonia,
junto al Rin.
Ellos tienen que llevar el ataúd
y sumergirlo en el océano;
pues un ataúd tan grande
merece una tumba enorme».

La verdad es que la historia del tipo este, contada y cantada con la voz de Goerne, me tenía intrigadísimo:

¿Sabéis por qué el ataúd
debe ser tan grande y pesado?
Es para meter juntas
mi pena y mi angustia».

¡Bah, acabáramos! Todo era una exageración, una metáfora tan grande como el pandero de la teutona que sin duda abandonó al compositor y lo volvió tan melancólico, una hipérbole germánica sin la finura de nuestro Quevedo (Don Francisco de, no el reguetonero cuyas cifras de ventas me hacen perder la fe en la humanidad).

Durante todo el concierto me sobrevino la duda acerca de si era mejor poner las letras de los lieder o no en las pantallas, no solo por el despiste respecto a la música que suponían, sino porque rebajaban el nivel de solemnidad del concierto. Uno piensa que está escuchando una bajada a los infiernos de un romántico empedernido y se encuentra con una descripción de ríos y casas de pescadores. Como el número 3, Abends am Strand, o Atardecer en la playa.

Am Ganges duftet’s und leuchtet’s, Del Ganges perfumado y brillante,
und Riesenbäume blühn, y de gigantes árboles florecidos,
und schöne, stille Menschen. de un bello y silencioso pueblo,
vor Lotosblumen knien. arrodillado ante la Flor de Loto.

¿El Ganges «perfumado»? Pero, pero… ¿hablamos del mismo Ganges, del río más contaminado del mundo? Cómo se nota que en el XIX no tenían acceso a Google.

In Lappland sind schmutzige Leute, En Laponia hay gente sucia, huelen mal,
Plattköpfig, breitmäulig, Klein; de cabeza plana, grandes bocas y bajitos,
Sie kauern ums Feuer und backen se arrodillan alrededor del fuego
sich Fische, und quäken und schrein. cocinan pescados y gritan.

Me imaginé un poblado perdido en Laponia, con unas esquimales limpiando el pescado que sus maridos, unos tipos con un bigote repleto de mocos congelados, acababan de traer a casa, una cabaña de madera en mitad de la nada. Desde luego que las fuentes de inspiración de los compositores germánicos, como “los caminos del Señor”, son inescrutables.

Otra cosa que nos sorprendió fue ver que, a la hora de concierto, empezaron a levantarse algunos espectadores. Al principio tímidamente, unos minutos después, en número considerable. No sé si el motivo era que no les estaba gustando (el típico “tendido del 7”, puro esnobismo) o porque se les pasaba el ticket de la hora, pero resultó llamativo y una total falta de respeto, tanto para el pianista como para el señor Grueso, como para el resto de espectadores, que seguíamos fascinados con la lectura de las piezas.

El concierto duró unos veinte minutos más y, aunque hubo numerosos aplausos que provocaron la vuelta de los artistas al escenario por partida doble, mi mujer y yo nos mirábamos como diciendo: “no es lo mejor que hemos visto aquí”. O no nos da la cultura musical para poder apreciarlo. Nos quedamos más tranquilos al escuchar a la pareja que teníamos delante decir: “demasiado Romanticismo”. Y digo “Romanticismo” con mayúscula como corriente musical y cultural, no como expresión sentimental del amor al arte de limpiar salmones en Laponia. En nuestra salida escuchamos a otros espectadores que salían comentando que “Brahms no es mi favorito” o “termina agotándome tanta sobriedad”, y aquello me retrotrajo al Amadeus de Milos Forman, a aquella escena en la que el Emperador José II de Austria reconocía que “tantas notas musicales” le agotaban.

En cualquier caso, pasamos una fantástica velada que terminó con unas cañas y unos pinchos en un bar cercano. Una de las raciones incluía salmón, y no pude evitar pensar en las hediondas laponas que lo habían limpiado en alguna aldea perdida cerca del Ártico.

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