

LESTER, 24/05/25
Maus llegó a mi conocimiento de una manera poco convencional, pues no lo hizo por la propia obra en sí, de la que no sabía nada, sino por el reconocimiento de un premio de prestigio como el Pulitzer. En 1992, la novela gráfica de Art Spiegelman (Estocolmo, 1948) consiguió un galardón especial del jurado de los Pulitzer por el tratamiento tan original que dio a su relato sobre el holocausto judío y la supervivencia de su padre en ese horror. Lo hace de una manera muy poco convencional, pues emplea animales con forma humana, y lo envuelve todo con un humor amargo que se mezcla con la tristeza que empapa toda la historia. Fue el primer cómic que obtuvo este prestigioso premio, una distinción a la que, desde este año, le acompañará Feeding ghosts, de Tessa Hulls.


Maus se publicó en tiras cómicas entre 1980 y 1991 en la revista Raw, y, como libro, en dos partes: Mi padre sangra historia (1986) y Y allí empezaron mis problemas (1991). Los judíos son representados con forma de ratas y sus captores, los alemanes, lógicamente son gatos. Los polacos son cerdos, los franceses aparecen como ranas y los norteamericanos son perros. Esa equiparación judío-rata podría parecer un arranque desafortunado, algo que provocara el rechazo inmediato del lector, pero precisamente el origen de esa equiparación viene del propio nazismo y de la brutal campaña de deshumanización que iniciaron los líderes del partido hacia este colectivo. El libro comienza precisamente con la famosa frase de Hitler:
«Sin duda los judíos son una raza, pero no humana»
Adolf Hitler
Los judíos eran comparados con ratas y con parásitos que transmitían enfermedades, y esa deshumanización fue fundamental para que un pueblo culto y formado como el alemán apoyara una barbarie que comenzó mucho antes de los campos de exterminio: con el arrinconamiento en guetos, la pérdida de derechos de los judíos, la consideración como ser inferior. En su momento generó mucha polémica y el propio autor dudó acerca de si su elección era una manera adecuada (o afortunada) para tratar una historia como la de los prisioneros de Auschwitz, como manifiesta en el propio libro, pero siguió adelante, entre otras razones, porque le parecía imposible dibujar con hombres y mujeres algunas de las escenas que quería contar: las cámaras de gas, los cuerpos amontonados, la extrema delgadez… la violencia de los captores.


Maus desarrolla dos tramas diferenciadas en dos momentos y dos lugares bien distintos:
- La relación de Art con su padre Vladek a principios de los ochenta en Estados Unidos, mientras le pide que le cuente historias acerca de Auschwitz, su madre, el hermano al que no conoció pues falleció allí y cómo logró sobrevivir. Nos muestra una relación difícil debido al carácter del padre: egoísta, tacaño, cutre, arisco, pero también machista y racista, como nos mostrará en algún episodio. Da la impresión de que salió de Auschwitz, sí, pero Auschwitz nunca salió de él.
- La propia vida en Polonia a finales de los treinta y principios de los cuarenta: la llegada de los nazis, la manera de escapar en un primer momento para poder mantener su tren de vida, los guetos, los escondrijos tan inverosímiles para sobrevivir unos meses más y, finalmente, el internamiento en Auschwitz. La lucha por la supervivencia.


Podría haber una tercera línea argumental, que es la del propio autor, Art, y sus dilemas internos. Primero, para superar el suicidio de su madre Anja en 1968, un episodio que no oculta y que le atormenta, como cuenta en la breve historia de tres páginas que incorpora a la propia novela, Prisionero en el planeta infierno, y en segundo lugar, las conversaciones con su psiquiatra y con su mujer acerca de si debe continuar con esta obra o no. El dilema moral al que se enfrenta y el modo escogido para hacerlo. El propio autor se contesta con una frase de Samuel Beckett, para, a continuación, decir: «sí, pero la dijo».


La obra resulta contundente, precisa y profusa en las explicaciones, sin obviar las cámaras de gas, los barracones, las literas repletas de cuerpos hacinados, los trenes o las explicaciones sobre los zulos que utilizaban las familias para esconderse en el gueto. La casa de Ana Frank en Ámsterdam (una visita que merece la pena hacer cada vez que vayas por allí) te viene de inmediato a la cabeza, si bien, algunos de los alojamientos de Vladek y Anja resultaban aún más complejos y pequeños. Alguno, aún más inhumano, como el basurero. O las célebres chimeneas de Auschwitz, la manera de salir física y (valga la metáfora) espiritualmente de aquella pesadilla.


La historia avanza como el propio nazismo en Europa durante aquellos años, y la sombra de la esvástica se cierne sobre las familias, como algo que ya «está ahí» y se va a llevar por delante a esas familias adineradas, de cuyas tragedias vamos sabiendo a medida que la historia se desarrolla.



Nada más comenzar la obra, olvidas de inmediato que estás leyendo una historia de «gatos y ratones», o de hombres y mujeres tras una máscara, igual que en tantas películas de Disney o en la Rebelión en la granja de Orwell. Es todo tan real, tan humano o inhumano, como lo que hemos visto en La lista de Schindler, El pianista, La zona de interés, en exposiciones, visitas o en tantos documentales sobre la época.
De hecho, la catalogación de la obra por el New York Times provocó una divertida polémica del autor con el diario en el que confiesa estar encantado de aparecer en su lista de best-sellers, pero que «el deleite se convirtió en sorpresa, sin embargo, cuando advertí que aparecía en el apartado de ficción». La carta es una delicia que descubrí recientemente (gracias, Jorge Corrales) y que merece la pena leer si sabes inglés.
«Ficción significa que la obra no es factual, verídica», dice Spiegelman. Luego habla del terreno fronterizo que separa la ficción y la no ficción, de todos los detalles que da acerca de los campos de concentración o de cómo construir un búnker, y que se estremecería de pensar que las memorias de su padre en la Europa de Hitler y los campos de exterminio fueran clasificados como ficción. «Entiendo que dibujar a las personas con cabezas animales puede plantearles problemas de taxonomía. ¿No podrían considerar añadir una categoría especial de «no ficción de ratones» en su lista?».
Finalmente se registró en el apartado de no ficción para el editor, que mencionó otras fuentes como «Memorias, historia» en Pantheon Books o la biblioteca del Congreso de Estados Unidos, donde quedó incluida en esa misma categoría de no ficción.
Sea lo que sea, una obra de no ficción con ratones, o con personas que llevan máscaras para distinguirse por razas o especies, como hacían los propios nazis con los brazaletes, es una aproximación veraz y casi en primera persona de lo que sucedió. El autor nos devuelve a la «humana» realidad en algunos episodios cuando muestra las fotos de su padre en el campo o del hermano al que no conoció, el pequeño Richieu, que falleció en el campo, como toda la familia de Vladek. Solo sobrevivió Anja, con quien se reencontraría tiempo después de la guerra, tras varias vicisitudes por Polonia, Austria o Suecia.


La novela gráfica de Art Spiegelman no sorprende por su crudeza, ya vista en otros formatos, sino por su similitud en varios puntos con otras famosas obras ambientadas en los mismos escenarios. El hombre en busca de sentido, de Víctor Frankl, y Si esto es un hombre, de Primo Levi, vienen a la mente del lector de inmediato, por lo que cuentan sobre la deshumanización de los judíos que tan bien lograron los nazis, el adormecimiento de las emociones, la lucha feroz por la supervivencia, incluso con el semejante, o cómo la humillación contribuía a rebajar aún más una autoestima que ya estaba por debajo de los barrizales polacos. También coincide con ambos textos en que los prisioneros tenían una sola motivación para sobrevivir y no lanzarse contra la alambrada, que no era otra que volver a ver a los suyos, a su mujer, a su hijo, a lo poco que les aferraba a este mundo.
He buscado en el libro de Víctor Frankl algunas frases y parecían calcadas o resumidas por Spiegelman en Maus: «Por lo general, solo se mantenían vivos aquellos prisioneros que, tras varios años de tumbos de campo en campo, habían perdido todos sus escrúpulos en la lucha por la existencia (…). Los que hemos vuelto de allí gracias a multitud de casualidades fortuitas o milagros -como cada cual prefiera llamarlos- lo sabemos bien: los mejores de entre nosotros no regresaron».
«Fruto de las convicciones personales que más tarde mencionaré, la primera noche que pasé en el campo me hice a mí mismo la promesa de que no me lanzaría «contra la alambrada». Esta era la frase que se utilizaba en el campo para describir el método de suicidio más popular: tocar la cerca de alambre electrificada».
La historia de los campos de concentración y exterminio es terrible, una lacra que la humanidad no olvida y no debe olvidar. Hacen bien los judíos en recordar su historia y su sufrimiento, y son perfectamente conocedores de que el primer paso para que una brutalidad así sea posible es desposeer al enemigo de su condición humana. Lo sabe muy bien Ariel Sharon, igual que los ministros y partidarios de su gobierno, quienes tratan de desposeer de tal condición a los gazatíes, sin derechos, sin agua, sin comida, sin sanidad, para luego, con la excusa de la guerra contra los terroristas de Hamás, justificar el exterminio de toda una población. Parece mentira, pero no es algo que haya pasado hace ochenta años, sino hoy, ayer, la semana pasada.
Capítulos anteriores:
Cómics (II): El abismo del olvido.
Relacionados:


