El sueño trumpista de Pedro

Pedro estaba agotado. «Menos de seis horas para ponerme en marcha de nuevo», pensó al comprobar la hora que era. Se miró al espejo y comprobó que la fatiga causaba estragos en su rostro. Se veía menos atractivo de lo que había sido su aspecto habitual, «qué lejos aquellos tiempos», cuando aquella presentadora de la NBC lo comparó con Superman, recordó. Tenía la mirada lánguida, los pómulos algo hundidos, nuevas arrugas y el puñetero mechón de pelo blanco se empeñaba en crecer y darle un aspecto un tanto siniestro, a lo Cruella de Vil. ¡Él, que había sido un Adonis!

El día había sido extenuante, como casi todos desde hacía meses. Sus asesores no dejaban de repetirle «modifica esto», «cede aquello», «tratemos de negociar este punto» tras la derrota en el Congreso de las numerosas propuestas que su gobierno había llevado bajo un decreto ómnibus. Por otro lado, en su cabeza retumbaban las palabras de la prensa y de su círculo más cercano sobre las primeras horas de la toma de posesión de Donald Trump como presidente. «Tintes fascistas», «aires dictatoriales», «peligro para Occidente», «totalitario», «ultraderecha»… Se secó las manos y se fue a la cama, donde ya descansaba Begoña desde hacía un rato. Por más que lo intentaba, no podía sacarse de la mollera las imágenes de Donald Trump en un polideportivo repleto de fieles animosos que lo aplaudían mientras soltaba su incendiario discurso o firmaba sus primeros decretos.

Trató de conciliar el sueño, aunque sabía que le tocaba otra noche toledana. «Gracias a Page, entiendo mejor que nadie esta expresión», pensó. No le costó imaginarse a sí mismo en un auditorio de quince o veinte mil personas repleto de fieles que vitoreaban sus consignas. Mas, en sus ensoñaciones, no se vislumbraba ofreciendo promesas de futuro a una audiencia enfervorecida mientras agitaba las manos y señalaba con el dedo hacia un futuro que no dependía de él. Se veía sentado en una mesa de madera noble, rodeado por Bolaños, María Jesús Montero y Óscar López, que le pasaban una carpeta detrás de otra. Se encontraba radiante, más joven, con todos los focos apuntándolo. Sin el mechón gris.

Tras la última reforma de la Constitución urdida con sus hábiles maniobras habituales, el presidente tenía poderes suficientes para firmar executive orders, órdenes presidenciales ejecutivas, directas, sin la necesidad del control del Congreso y ¡por fin! sin tener que negociar cada vez con «esos comunistas que andan a tortas entre ellos y con esos pesados nacionalistas de izquierdas y de derechas que solo van a lo suyo». Fue una reforma constitucional necesaria, que le permitiera de una vez sacar adelante su agenda progresista y gobernar, como ya anticipó en septiembre, sin el concurso del poder legislativo.

«La actualización de las pensiones». Firmada. Pedro firmó, mostró el decreto a las cámaras, ruido de clicks, se lo pasó a Bolaños, y este lo mostró en alto hacia el público congregado en el pabellón, que comenzó a exclamar «¡Pedro, Pedro, Pedro!». «Mejor apuntarme el tanto en solitario, que luego vienen el PP y Junts y se quieren subir al carro».

«La subvención al transporte público». Firmada. La mostró en alto con una sonrisa y las veinte mil personas prorrumpieron en vítores y aplausos. «Otra orden ejecutiva del presidente, hala, para qué compartir este éxito con tanto partido de la coalición de progreso, tanto partido y tanta po…».

«El indulto presidencial». Firmado. No hubo tantos aplausos por un indulto que garantizaba el perdón definitivo a Puigdemont y los suyos por tratar de subvertir el orden territorial de la nación, pero así al menos se garantizaba dos cosas: por un lado, el apoyo del que, en sus propias palabras, denominaba «el plasta de Waterloo», y por otro, que no hubiera unos incómodos jueces que le privaran de sus deseos. Todo lo hacía por el bien de la nación, su gobernabilidad y esas cosas que ya soltaba de carrerilla. Cierto es que a Trump se le había criticado por los indultos a los asaltantes del Congreso, mas Pedro se veía a sí mismo defendiendo el progresismo de la medida, «actuamos más en la línea de Joe Biden, y de ahí mi siguiente medida».

«El indulto preventivo para su familia y los más cercanos». Firmado, mostrado con júbilo por Bolaños a las cámaras. Qué es eso de que te vengan unos jueces franquistas a perseguir a tu mujer, tu hermano o tus antiguos brazos derechos en La Moncloa por unos recortes de prensa, una denuncia falsa de la ultraderecha y alguna que otra infracción administrativa. Si un demócrata con una excelsa carrera como Joe Biden podía hacerlo, es que era otra medida de progreso, que podía ligar con la siguiente.

«Acabar con la acusación popular, el lawfare y asegurarnos la mayoría en los tribunales y órganos de decisión de los jueces». Firmado. Félix Bolaños mostró la orden ejecutiva a las cámaras y tomó brevemente la palabra para explicar que «de ese modo, se acababa con la anomalía judicial española, en la que jueces que venían del franquismo seguían marcando el paso de las decisiones judiciales y de las propias investigaciones». A Pedro se le escapó una sonrisa al recordar cómo se había criticado a Donald Trump por sus medidas para poder investigar a todos aquellos fiscales que iniciaran causas contra los republicanos que él y los suyos pudieran considerar insuficientemente fundamentadas, así como frenar las mismas sin dar demasiadas explicaciones.

«Contratación de funcionarios públicos». Firmado. Éxtasis en el auditorio. Al contrario que Trump, que preveía un recorte salvaje en la administración federal, Pedro se planteaba aumentar las plazas y el gasto público, «al fin y al cabo, crear empleo público es el mejor modo que hemos encontrado para combatir el paro», pensó. Recurrió a su astucia habitual para, en una disposición adicional transitoria, que luego sería definitiva, colar un par de medidas que había copiado del mismísimo Trump: la posibilidad de despedir a funcionarios de carrera, altos cargos de la administración pública, y acabar con las cuotas, «que ya estoy harto de tanto nacionalismo y tanta cuota de género».

«Medidas fiscales», aprobadas. «Medidas fiscales… las que me salen de los genitales», firmado. Estaba cansado de negociar con tanto partido las reformas del Impuesto de Sociedades, el impuesto a las energéticas, los impuestos ambientales, el de la banca… que unos sí querían, otros no, unos a medias, otros no en su territorio… «Hala, executive order y p’alante».

«Derechos de asilo y derecho a deportar sin dar explicaciones». Firmado. Algunos de los asistentes al pabellón se miraban con sorpresa, pero siguieron aplaudiendo, aunque con menos fuerza. «Mira cómo Trump no se anda con remilgos», pensó Pedro, «a mí, la que me han montado cada vez que hemos mandado a unos africanos al otro lado de la valla, o la que me montan cuando decido dónde deben ser admitidos los inmigrantes que he acordado con mi amigo Mohamed VI».

«Creación de nuevos organismos públicos». Firmado. ¿Veis como soy diferente a Trump? Él ha creado una oficina de Eficiencia Gubernamental para recortar gasto público, yo voy a crear varias agencias de colocación, perdón, de coordinación de presupuesto público: la Oirescon, para «controlar» la pasta que llega de Europa para proyectos que no se licitan, la empresa de vivienda pública, separar la CNMC en dos, el Observatorio contra el Fraude y la corrupción sanitaria,…

«Controlar la libertad de expresión». Firmado. El inicio de los aplausos por parte de sus fervorosos acólitos se frenó, ¿qué quería decir, qué pretendía con esta medida? Se trataba de controlar la calidad de la información, la verificación de la misma para evitar la propagación de bulos interesados, la obligación de rectificar todo aquello que no fuera preciso, que quedaría bajo la supervisión de Óscar López y Félix Bolaños, que sonreían ufanos a su espalda, y, por supuesto, el reparto de la asignación de publicidad institucional a los medios. Volvieron a retumbar los aplausos, acrecentados por los aspavientos de María Jesús Montero con las manos más extendidas que las de Jordi Pujol cada vez que venía a Madrid.

«Medidas sobre políticas de género». Firmado. Mira, ahí sí le daba envidia cómo lo había gestionado Trump. Hombre y mujer, blanco y negro, ya está, ATPC. «En mi gobierno, me tienen frito con las siglas, que si LGTBI, o si debe ser LGTBIQ+, y luego las peleas de Carmen Calvo y las Belarras sobre las mujeres trans, me tienen frito». Se hará lo que diga la orden ejecutiva y fuera.

«Decisiones sobre el reconocimiento del Sáhara occidental, Venezuela, los territorios ocupados de Palestina y las cesiones de competencias a los gobiernos nacionalistas». Firmado. ¿Acaso no podía decidir el presidente de la democracia más antigua del mundo sobre la pertenencia de su país a la Organización Mundial de la Salud, el Acuerdo de París o los acuerdos fiscales de la OCDE? «¡Pues pretenden que yo dé explicaciones sobre la política con el Sáhara, por ejemplo, es inaudito!». Hala, firmado, a otra cosa.

En la cama, a Pedro se le escapó una sonrisa. Veinte mil personas coreaban su nombre y vitoreaban cada una de sus decisiones. Esto de los decretos presidenciales era una maravilla, «la de saliva que ahorro al evitar hablar con los nacionalistas y con la cuchipandi de la Yoli». No había sonado el despertador, pero Pedro estaba despertando de su sueño. Lo que ocurre es que, durante toda la noche, había mantenido los ojos abiertos.

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