JOSEAN, 01/12/2024
«No hay peor astilla que la de la misma madera». O la del mismo palo, me da un poco igual, hay diferentes versiones del proverbio. Es una frase que conocen muy bien las direcciones de los partidos políticos que tenemos en España y, seguramente por ello, se aplican con especial empeño en acabar con las voces internas discordantes que puedan surgir dentro del propio grupo. Se lleva mal el verso libre, la voz propia, aquel que no se comporta como un palmero, no digamos el abiertamente disidente. «El que se mueva no sale en la foto», como resumió Alfonso Guerra en su etapa de vicepresidente de aquel gobierno socialista de Felipe González.
Pese al afán de apariencia democrática de la que tanto les gusta presumir, si en el congreso de un partido se vota cualquier resolución que parta de la dirección, difícilmente aceptarán un apoyo inferior al ochenta o noventa por ciento del total. Lo que suele denominarse elección «a la búlgara». Se ha visto también con las primarias de algunos de estos partidos: presumen de proceso abierto a cualquier militante, pero se intenta disuadir a todo aquel que quiera presentarse frente al candidato «oficialista». Porque, además, ya se ha visto en no pocas ocasiones que las bases no suelen coincidir en sus preferencias con los dirigentes.
A Winston Churchill se le atribuye aquella famosa frase que decía que «hay tres tipos de enemigos: los enemigos a secas, los enemigos a muerte y los compañeros de partido». Quizás los peores, o a los que más temía. Como cuando explicaba la diferencia entre los adversarios y los enemigos: «los adversarios están enfrente, los enemigos, detrás». Enfrente tenía la bancada laborista, sus rivales políticos, mientras que detrás estaban los jóvenes ambiciosos de su propio partido, los que podían llegar a aspirar a quitarle el puesto.
Ocurre en todos los partidos y, además, se da la circunstancia de que, una vez roto el consenso, o la entente cordiale, todo salta por los aires. Se vuelven enemigos irreconciliables. Hemos visto a Podemos votar en contra de propuestas en el Congreso con las que ideológicamente estaban de acuerdo solo porque Sumar estaba a favor de las mismas. Y a la inversa, porque «no voy a apoyar a mi máximo enemigo», pensarán. El odio entre los antiguos y los actuales dirigentes de estos partidos (Pablo Iglesias, Íñigo Errejón, Irene Montero, Yolanda Díaz) es muy superior al que sienten por sus rivales de la derecha. En el Partido Popular se vio algo similar en su día con las luchas intestinas entre Soraya y María Dolores de Cospedal, de la que se benefició Pablo Casado, el mismo Casado que tuvo que abandonar sus aspiraciones por culpa de otra guerra interna en el partido. Son las mismas guerras por el poder que ahora vemos a diario con las distintas facciones de ERC y Junts. Los peores enemigos, los que utilizan las palabras más gruesas. Perder esta guerra interna significa desaparecer, perder el chollo y el puesto con todas las prebendas que ello supone.
Es una pena, pero ocurre también en las empresas. Hace unos pocos años pertenecía al Comité de Dirección de una empresa en la que el «líder supremo» toleraba mal las opiniones discordantes. Muchos de los comités eran monólogos apenas interrumpidos por alguna apreciación en asuntos concretos. En ocasiones miraba a mis compañeros, a algún director general, y les miraba como diciendo «¿no vas a decir nada?, sé que no estás de acuerdo con lo que aquí se ha dicho, ¿de verdad vas a callar?». Siempre he creído que el debate enriquece, que la pluralidad de opiniones nos puede hacer ver otros puntos de vista, que confrontar posturas puede ser útil, pero, muy a mi pesar, me convertí en esa voz discordante. En el tocapelotas que no quería serlo. No lo hacía con ánimo de enfrentar, sino siempre con un interés constructivo, de aportar algo que pudiera mejorar la compañía, o simplemente, por plantear una alternativa o informar de un posible riesgo. Lo mismo que pido a mis compañeros de departamento, que aporten una alternativa cuando ninguna parece buena o cuando la que yo planteo puede no ser la más adecuada. Ha salido ya varias veces en este blog y lo repito de nuevo: Todo estaba en El Padrino, posiblemente la mejor escuela de negocios que conozco.
Se puede y se debe discrepar, uno debe cuestionarse incluso sus convicciones porque puede haber ángulos, puntos de vista o efectos insospechados en los que solo podemos caer si otra persona nos los presenta. Pero acabar con el que disiente, o apartarlo al menos, debe de ser algo muy español. En A sangre y fuego, la famosa obra de Chaves Nogales sobre la guerra civil, hay un capítulo titulado Consejo Obrero que trata sobre la decisión de «purgar» a los que no seguían a rajatabla las directrices del comité ejecutivo. Como Bartolo y Daniel, dos de los personajes. Bartolo era considerado directamente un traidor, pues se había pasado al bando anarquista, pero a Daniel «le odiaban tanto o más que al traidor Bartolo». «Era más peligroso aquel tipo fuerte y entero que cualquier pobre diablo de los que estaban cayendo a diario». «Un hombre como Daniel era el peor enemigo de la revolución y de la dictadura del proletariado». No estaba en contra de los postulados del consejo, ni se posicionaba en el bando contrario, simplemente iba a lo suyo, a trabajar, a procurarse un sustento, a no ser un fiel palmero de los que dirigían ese consejo obrero. «Le condenaron, sin embargo. ¿Por qué?». «Por miedo. Miedo a la libertad. El miedo odioso del sectario al hombre libre e independiente».
En el momento en que esto escribo se celebra la última jornada del Congreso del PSOE. No hace falta ser adivino ni especialmente listo para saber el resultado de lo que se va a votar: Pedro Sánchez saldrá reelegido con no menos del ochenta y cinco por ciento de los votos. Apenas hay oposición interna, debate, cuestionamientos, no queda casi ninguno. Los discrepantes, como Javier Lambán o Emiliano García-Page, no han acudido. Se mantendrán mientras sean útiles al líder único del partido. Juan Lobato ha dimitido antes de que llegara el Congreso por las numerosas presiones. «A quién se le ocurre», pensará más de uno en la dirección del partido, «tomar precauciones, no seguir al pie de la letra las directrices y, encima, contarlo a la prensa».


La carta de despedida ha sido muy correcta, tanto como su paso por la política, pero subraya varias frases:
«Creo en la política en la que personas con posiciones diferentes podamos acordar cosas que beneficien a los ciudadanos«.
«Sin duda mi forma de hacer política no es igual ni quizá en ocasiones compatible con la que una mayoría de la dirigencia actual de mi partido tiene«.
«Gente con distintas opiniones pueden sumar y aportar ideas. Es la política que he aplicado en cualquier lugar o posición en la que he representado a la ciudadanía y a mi partido. La que escucha, la que argumenta, la que no insulta o aniquila al propio o al de enfrente, sino que trata de convencerle y buscar puntos en común».
«EI PSOE ha sido siempre una organización abierta, que se alimenta del debate entre todos. Un partido que debe tomar las decisiones por mayoría y esas decisiones se deben argumentar, compartir y no imponer«. Le sobra el «siempre». Y le falta el condicional en la última frase. Una pena.

