La gente que nos enseñó a amar el cine (II)

Decía en la primera parte que Carlos Pumares nos hizo querer saber más de cine, conocer nuevas películas, sus actores y directores, en qué otras historias habían salido (porque para nosotros eran «historias», nada de «producciones», mucho menos «productos»), qué merecía la pena y qué no, o en qué debíamos fijarnos. Pues bien, José Luis Garci fue ese otro tipo que nos hizo entenderlo, comprenderlo, averiguar cómo enlaza una escena con otra, o qué pinta ese objeto ahí, que parece casual y luego su presencia resulta cualquier cosa menos fortuita. Está ahí para algo, aunque solo sea para despistar. No solo nos enseñó algunos de los trucos del cine, sino que hizo mucho por situar cada obra en su época, en su momento, por hacernos ver por qué ese plano que ahora podía no llamarnos la atención, en su día resultó revolucionario.

Todo ese conocimiento nos lo transmitió en sus programas de los lunes Qué grande es el cine, años noventa, y en los sucesivos Querer de cine o el podcast Cowboys de medianoche, que se mantiene vivo, muy vivo. De José Luis Garci siempre me interesó más su modo de contar el cine que el que tenía de hacerlo, de dirigirlo él mismo. Me pasaba con algunos de sus contertulios: podían no gustarme sus obras, ya fueran directores o escritores, pero me encantaba escucharlos destripar una película. Y disentir. Me gustaba escuchar sus tertulias, no solo porque explicaban magníficas películas, sino porque Garci las disfrutaba y transmitía ese cariño al espectador, esa pasión. No en vano los adjetivos que más empleaba son «portentoso», «prodigioso», «asombroso», porque a él, pese a ser un guionista y director multipremiado, las habilidades de sus colegas le seguían maravillando. Y te lo hacía ver.

Supongo que muchos de mi generación conocimos a Garci en nuestra adolescencia por el Óscar que se llevó en 1983 por Volver a empezar. También por su voluntarioso acento en inglés. Con los años conoceríamos muchas otras de sus películas, Asignatura pendiente, Sesión continua, El abuelo y la estupenda El crack. Años después supe que había sido coguionista de ese -portentoso, asombroso, prodigioso- mediometraje que fue La cabina, de y con Antonio Mercero. Corría el año 1972 y Garci no había estudiado en la escuela de cine, lo estudiaba en las salas. Pertenece a ese amplio grupo de directores que comenzaron en el mundo de la escritura de guiones. «Como Billy Wilder», le escuché en una entrevista. Tras el Emmy de La cabina, aún hizo cosas algo surrealistas de encargo como esa versión hispano-casposa de La naranja mecánica titulada Una gota de sangre para morir amando (Clockwork Terror), de Eloy de la Iglesia.

Pasó a la dirección animado por José María González-Sinde, padre de la que fuera ministra de Cultura, porque en el joven guionista intuyó que analizaba las películas «por planos»: un plano general, un plano corto, la cámara se mueve, aparece un indio… el wéstern como formación y aprendizaje. Todo lo demás, la técnica, dónde situar la cámara, cómo hacer que los intérpretes se muevan, lo aprendería con los años, seguramente tratando de llevar a la pantalla los millones de imágenes de cine (mayormente hollywoodiense) que pasaban por su cabeza.

No hace mucho, en dos post recientes, comentaba por aquí que posiblemente el montaje sea la parte más tediosa de hacer una película. Idear, escribir, producir, mover la cámara, interpretar, poner música o efectos a las imágenes… todo ello me resulta muy apetecible. Motivador. Meterme en una sala de montaje para seleccionar el plano adecuado, dejar los fotogramas idóneos y hacer las transiciones adecuadas, peor aún, meter la tijera, desechar planos que adoras, pero que tienes que dejar fuera porque entorpecen el ritmo… ver y rever un mismo plano o una secuencia hasta el hastío… no motiva. Sin embargo, el bueno de Garci, que sabe de esto infinitamente más que cualquiera de nosotros, contestaba con su sabiduría habitual que el montaje era su parte favorita de hacer una película: «Siempre ha sido el montaje, porque ahí se une la parte del escritor con la parte del director. Es una reescritura con imágenes, modificas todo».

Garci nos ayudó a descubrir a John Ford, a Howard Hawks, a Frank Capra, Fritz Lang, a Orson Welles, sin olvidar a Coppola, Scorsese o Tarantino. A Hitchcock y Wilder posiblemente ya los conocíamos. En mi caso, pasé de interesarme por los actores, a los que conocía muy bien por los estupendos ciclos de La2, a hacerlo por los directores. En los primeros años de sus programas, grababa solo las películas. Con el tiempo pasé a grabar también los debates. Y en ocasiones, solo estos si conocía bien los títulos seleccionados. Ahora, aun treinta años después, en ocasiones descargo los podcast de Qué grande es el cine (QGEEC) que permanecen colgados en Ivoox. En todos ellos se aprecia su gusto por seguir viendo películas, por poder disfrutarlas, sin el esnobismo de algunos. Dejo en este enlace un fragmento de cómo, ya en los ochenta, anticipaba que el cine no iba a morir por el hecho de que hubiera menos espectadores en las salas. Lo que moría era ese concepto de espectador, porque ahora, y con ello anticipaba el éxito de las plataformas actuales, se podía ver más cine que nunca (Enlace).

Si hablo de José Luis Garci, no puedo olvidar dos pasiones que comparto: el fútbol y los libros de cine. El fútbol es parte del paisaje en varias de sus películas, como El Molinón en la que le dio el Óscar, o la voz del Butano en la escena del mechero en El crack. Aprovecho para compartir una entrevista que concedió en La Galerna, el medio en el que colaboro, donde dejó perlas como que Hitchcock y el suspense son puro madridismo, o que Simeone falló al no hacer un Django desencadenado en la semifinal con el Real Madrid. Genio.

En cuanto a sus libros, solo los títulos lo dicen todo: Beber de cine, Latir de cine, Querer de cineMorir de cine. Porque el cine es para él, como para tantos de nosotros, Una vida de repuesto. Gracias.

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