De avispas y mariposas

Calle 45, a la altura de la Décima Avenida, planta 14ª, 1.32 de la tarde. En ese preciso instante, una mujer de mediana edad que respondía al nombre de Cathy puso un cazo a hervir. Mientras el agua se calentaba, abrió la nevera para buscar un par de huevos, algo de lechuga un tanto pasada, un tomate y… sí, ahí estaba, al fondo, una lata de atún medio abierta que había dejado la noche anterior. Su diminuto apartamento estaba hecho un desastre. Desordenado, sucio, caótico. Cathy siempre pensó que hacía juego con el mobiliario barato que su casero se negaba a sustituir, si bien ese día se había propuesto «pasar un trapo y ordenarlo, que ya va siendo hora».

Cualquiera que se hubiera cruzado con ella en la última hora la habría visto contenta. Buscó su lista favorita de Spotify en el iPhone XIII que acababa de agenciarse y lo apoyó junto al microondas. Taylor Swift. Subió el volumen, incluso tenía ganas de bailar. Por primera vez en mucho tiempo. Lo que Cathy no podía esperar fue la sacudida que experimentó segundos después, el estruendo con el que la diminuta ventana de la cocina saltó en mil pedazos. Al principio pensó que alguien estaba disparando, lo cual no sería extraño pues no era la primera vez que se escuchaban tiros en el vecindario. Algo rebotó contra el microondas, contra un armario, contra la pared contraria y se quedó botando en el suelo. Cathy se tiró al suelo para evitar lesiones y desde allí, con la cara pegada a los azulejos de la cocina comprobó asombrada que se trataba de una bola de golf. En su trayectoria, había destrozado la ventana, había hecho una marca a la puerta del armario y «no, no, no, dime que no», la puerta del microondas y el iPhone último modelo. La pantalla estaba hecha añicos.

Calle 46 con la Undécima, 1.09 de la tarde. Nada más entrar al piso, Will dejó las llaves en la repisa de la entrada, soltó la pesada caja que llevaba en brazos y se pasó el pulgar por la comisura de los labios, por donde todavía le brotaba algo de sangre. Se lamió la llaga del interior de la boca y soltó un sonoro «Fuck!». Varias veces. Se quitó los Martinelli y apartó la caja con el pie para dirigirse a la cocina. Abrió la nevera y sacó una lata de cerveza. De las buenas, de las de selección. Se recostó en el sofá, abrió la lata y nada más darle un buen trago se la apoyó sobre la herida de la boca. No fue el alivio que esperaba, aunque la mantuvo ahí unos cuantos segundos más. Le dolía la cabeza, que echó hacia atrás mientras cerraba los ojos. En esa posición, intentó dar otro sorbo a la cerveza, pero se derramó más sobre su camisa y la tapicería que la que pudo ingerir.

Varios «fuck» más y un lamento por un día en el que nada había salido bien. Acababa de quedarse sin trabajo, la policía le había inmovilizado el coche, se había llevado un buen guantazo de un indeseable y para colmo no era capaz ni de tomarse una fucking beer tranquilo. Recordó que en los momentos de estrés en el trabajo solo le relajaba el golf. Soltar unos cuantos swings con la madera. Había varios lugares relativamente cerca del trabajo a los que podía acudir a «soltar unos bolazos», ya fuera en campo abierto, como le gustaba, o en alguna nave cercana a la zona financiera. El caso era liberar tensión, sentir el sonido del driver sobre la bola y ver el recorrido de la misma, bien sobre un césped verde primorosamente cuidado, o impactando contra la red de protección. En cada golpe movía decenas de músculos y eso era lo que Will sentía que necesitaba en ese preciso instante. Así que metió unas treinta bolas en una cesta, sacó la bolsa de palos del armario, se la colgó al hombro y salió del piso. Mientras esperaba el ascensor, se le ocurrió coger la alfombrilla de entrada, la enrolló y la metió en la bolsa. De camino a la azotea del edificio pensó que iba a cometer una locura, pero total, qué importaba ya nada a esas alturas.

Y qué altura tan maravillosa, pensó, qué poco he salido aquí. Allí, entre salidas de refrigeración, tuberías, antenas y cuadros eléctricos buscó un buen sitio despejado, miró la orientación del sol y desenrolló la alfombrilla, en la que situó la primera de las bolas y un tee. Como si de una calle de un campo de golf se tratara, apuntó hacia el espacio entre las hileras de edificios, por donde a esas horas pasaban un montón de coches. Tomó aire y ¡Buuum!, soltó con rabia el primer golpe. Descargó toda la furia contenida de las últimas horas y la bola salió recta a casi ciento ochenta kilómetros por hora. «Ha cogido calle», sonrió de manera sarcástica mientras intentaba averiguar el destino final de la bola. Quiso escuchar los efectos de su golpeo, un bocinazo, una frenada de dos coches, un impacto… Pero con el estruendo de Manhattan resultaba imposible. Satisfecho, más relajado, Will puso otra bola, se giró unos treinta grados y apuntó de nuevo. Hacia un edificio situado a unos doscientos metros.

Calle 49, entre la Séptima y la Octava Avenida. 11.40 de la mañana. Un ciclista baja la calle a toda velocidad. El chaleco amarillo reflectante ondea sobre un uniforme completamente negro: camiseta de manga larga, pantalón corto, calcetines, zapatillas, gafas oscuras… todo es negro excepto el casco. Y el color de piel de Sam, aunque no sea políticamente correcto mencionarlo. Su aspecto parece el de un mensajero profesional, salvo que no luce ningún distintivo en su vestimenta ni en la bici con la que se desplaza con agilidad. A una velocidad inapropiada para el trasiego de la zona. Cuando el coche que le precede señaliza el giro a la izquierda para enfilar Broadway, Sam se mueve ligeramente a la derecha para no tener que frenar y perder velocidad. Se acerca de manera peligrosa a los coches aparcados a la derecha. Sam sabe que asume un riesgo, tanto que si se abriera en ese momento la puerta de algún coche se lo llevaría por delante. Que es exactamente lo que ocurre con un Honda plateado cuyo conductor intenta salir de manera impetuosa.

Pese a la calidad de los frenos de la bici, el choque es inevitable. Sam salta por encima de la puerta, aunque consigue caer con habilidad y que el impacto contra el suelo se amortigüe ligeramente con la mochila que lleva a la espalda. La sorpresa de Sam es similar a la del conductor, que baja del coche y trata de ayudarlo. Estás bien, cómo te encuentras, te ayudo, suéltame, imbécil, es que no miras antes de abrir, y tú a qué velocidad ibas, tarado. Pese a que le había puesto la mano sobre el hombro para ayudarlo en su incorporación, el ciclista se suelta, lo aparta con desdén. Se mira la rodilla, la flexiona con dolor, analiza la quemadura del asfalto, no sangra, bien, no te has roto nada, sigue, joder, no llegues tarde. Lo siguiente es analizar la bici, recogerla del suelo y ver que todo funciona. El conductor le ayuda, o lo intenta, pero Sam lo aparta de nuevo, ya enderezo yo el puto manillar, parece que no me has destrozado nada. Gira un par de veces ambas ruedas sobre el aire y farfulla: “siempre igual, los putos ejecutivos que vais a vuestra bola y no miráis nada”.

A un centenar de metros aparece un coche de policía y “el ejecutivo que va a su puñetera bola” le dice a Sam que tienen que rellenar un parte, o que quizás deban llamar a una ambulancia para confirmar que no se ha hecho nada, pero Sam le dice con malos modos “no way, man”, que se pira. Se quita la mochila, abre la cremallera, comprueba que el contenido está bien, vuelve a cerrarla y se la pone a la espalda con celeridad para salir en bici lo más rápido posible. Espera, no puedes irte así, deja que la policía, que me sueltes, que no voy a dejarte ir, que me sueltes he dicho… El puñetazo en la boca fue el final del forcejeo. Cuando Will se repuso del golpe, el ciclista ya se había fugado como alma que lleva el diablo. Subió al coche y quiso arrancar para ir a por él, pero a su lado se había situado el coche de policía. Bloqueando cualquier posible salida. Will miró hacia la acera, donde un grupo de gente había presenciado toda la escena. Sí, lo sabía perfectamente antes de que se lo dijera el agente: estaba aparcado en una zona prohibida. Yes, Sir, solo iba a esa tienda, pensaba parar dos putos minutos.

Tienda de telefonía móvil de la calle 49, 11.42 de la mañana. Laurie no se fiaba de la clienta que acababa de entrar en la tienda, pero bien sabía ella por algunos miembros de su familia lo inadecuado que era formarse una opinión de las personas por su aspecto, así que trató de atenderla con la amabilidad acostumbrada. La clienta sospechosa comenzó pidiendo información sobre un móvil de gama media, uno de esos coreanos, o mejor, ¿cómo es esa marca china que dicen que son tan buenos?, pero las sospechas de Laurie aumentaron cuando vio que preguntaba sobre modelos cada vez más caros.

Por encima del hombro de su clienta, Laurie vio que algo pasaba en la calle, que un grupo de unas veinte personas se había congregado en la puerta de la tienda y que miraban algo, como una pelea o un accidente de coche. O ambas cosas. La curiosidad, ese fuerza motora capaz de superar cualquier cansancio o debilidad, hizo que numerosos clientes de la tienda comenzaran a salir por la puerta. Laurie avisó a su compañera, voy a bajar la rejilla de cierre, como dice el encargado que hagamos cuando haya follón en la puerta, que ya sabes que en esos momentos suelen pasar… Sí, cosas, como que suene la alarma de robos porque alguien acaba de pasar el arco de seguridad sin pagar. El sonido de la alarma es insoportable. A Laurie no le da tiempo a bajar la rejilla del todo, la clienta sospechosa se agacha con agilidad y sale de la tienda con el bolso apretado fuertemente contra el costado. Shit, shit, shit, suelta Laurie, que intenta retener a la mujer, pero la rejilla ha bajado demasiado y tiene que esperar a que suba de nuevo para salir a la acera. Demasiado tarde, ha huido, es una puta gacela. Señor agente, acaban de robarnos, intenta decir, aquella chica que huye por allí, pero los agentes solo tienen ojos para el tipo del coche mal aparcado, un tío que grita mucho a los agentes, que está fuera de sí, y tiene la camisa por fuera y sangre en la boca.

Me gusta creer que en este inmenso avispero que son las ciudades modernas las vidas de sus habitantes están mucho más relacionadas de lo que nos creemos. Y es un avispero no solo por el movimiento frenético de los habitantes de la colmena de Cela, sino por los aguijones que todos portan para sacarlo a relucir en las situaciones de peligro. Al narrador omnisciente le gusta imaginar que hay una especie de justicia poética o karma que premia o castiga nuestras acciones. Por supuesto, en esta historia que acabo de pergeñar, no es casualidad que el segundo bolazo de Will destrozara el iPhone que Cathy acababa de robar en la tienda. Como tampoco lo es que el primer bolazo, el que cayó en mitad de la calle 46, impactara contra la luna delantera de un coche, cuyo conductor pegó un volantazo y se llevó por delante a un ciclista con aspecto de mensajero de nombre Sam, que nunca llegó a entregar su paquete. Al registrar sus pertenencias para identificar el cadáver, la policía encontró un paquete de cocaína y dos sobres con varios fajos de billetes.

2 comentarios en “De avispas y mariposas

  1. Avatar de Manolo GP

    Lo de alterar el orden cronológico de los sucesos al contarlos, no sirve nada más que para complicar y a veces desesperar al lector. ¡Qué puñetera moda habéis impuesto los autores! A ver si os la cargáis y volvéis a contar las cosas en su orden.

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    • Avatar de cuatroamiguetes

      Será la influencia de lo que leo o veo en películas recientemente: Nolan, Tarantino, incluso el último Indiana Jones juegan con esos saltos temporales. Puede que confunda, pero también añade sorpresa al lector. La imagen de la bola de golf al entrar por una ventana tiene más fuerza que si la escena previa es la de Will en la azotea con la madera en la mano. Cuestión de gustos. O de modas, que todo puede ser.

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