LESTER, 24/09/2023
– Diez minutos para aterrizar -bostezó Mario tras incorporarse levemente y girar la cabeza hacia su compañero de asiento-, ve despertando, dormilón.
Le dio un pequeño codazo sobre el brazo:
– No ha estado mal para solo cuatro días, ¿no te parece?
A Víctor se le escapó una media sonrisa, incluso menos que media sonrisa. Fue una mueca tirando a tímida, como si quisiera sonreír de manera más abierta, pero el cansancio o alguna preocupación se lo impidiera.
– ¿Le pegamos un repaso a la lista que hicimos? -insistía Mario-. ¿A los objetivos cumplidos y a tus estrepitosos fracasos?
El gesto de Víctor apenas cambió. Dirigió su vista al asiento delantero y jugó con el cierre de la mesita plegable en la que hasta hace nada había apoyado la última cerveza de esta escapada con su amigo de la infancia, la adolescencia y también de esa treintena que ambos habían estrenado unos pocos meses atrás. Tenía la mirada, como la cabeza, en otra parte, pero Mario no iba a privarse de este momento para proseguir con la guasa, así que sacó de la chaqueta un papel doblado en cuatro partes, lo desplegó y lo extendió sobre los ojos de Víctor.
– Cuatro de nueve, suspenso. Y en el fondo esto es como en el colegio -forzó la voz para parecer un anciano, si bien recordaba más a un tío afónico-. Si hubiera visto actitud, ganas de intentarlo, le habría dado el aprobado, señor Martín, pero su actitud no le hace merecedor de ello.
Logró que Víctor se riera en esta ocasión.
– Si has intentado replicar la voz del Sapo, la has cagado, lo tuyo no son las imitaciones.
El Sapo era un antiguo profesor del colegio, un sabio de las matemáticas apodado de ese modo por sus ojos saltones y unos mofletes que le caían a ambos lados de la boca hasta juntarse con una papada flácida. «Cómo contar a mis padres», recordó Mario un día, «que lo que me despistaba de sus clases no era no entender nada, ni tampoco Silvia, oh, Silvia, ¡era el movimiento de la papada! Me pasaba las clases mirándola y pensando cuántas libélulas cabrían allí».
– Fumarse un buen petardo fue fácil -siguió Mario señalando la lista-. El año que pasé viviendo aquí me dejó buenos amigos y no menos buenos contactos, pero fíjate, conociéndote, pensé que era uno de los… llámalo retos, que te ibas a negar de manera más rotunda. Como si te hubiera puesto una visita a los prostíbulos del Barrio Rojo.
– Bueno, me pusiste lo de la china. Y te empeñaste en mostrarme aquella prostituta del escaparate, que no era china ni de lejos. Sería tailandesa, más bien.
– Sí, claro, tú que sabrás, señor experto en orientales, erudito del Mundo Charly. Aquello fue de coña, no lo decía en serio. No quise ponerte en la lista nada como pagar a una de esas pobres fulanas de los escaparates, pero sí quería que te soltaras un poco, y la china esa a la que entraste en aquella discoteca no estaba nada mal.
– ¿La del Blue Lotto? Era coreana, de Gwangju, o algo así me dijo, no la entendía bien. Pero no había nada que hacer, esta gente transmite tan pocas emociones que no sé si pasaba de mí, si lo que buscaba en el bolso era un espray de pimienta o si estaba cayendo rendida a mis encantos.
– ¿Tus encantos, dices? Permíteme que me descojone. Te conozco de toda la vida, Víctor, y lo que quería precisamente en este viaje era que te soltaras, que no estuvieras tan retraído.
– Joder, ¿te parece poco haber cedido a esto?
Se levantó la manga de la camisa para mostrar una V en su antebrazo. Parecía un número romano más que la inicial de un nombre.
– Muy bien, tío, muy bien, ahí, según te vi salir de ese sitio tan chungo, pensé que te venías arriba y que me ibas a estampar la tarjeta con el pleno completo, pero me equivoqué. Después del “peta” y del “tatu” pensé que te iba a convencer para alguna locura más, como lo del canal cuando íbamos atontolinados del todo, pero nada, volvió a aflorar el Víctor reflexivo y buen tipo, el que nunca ha roto un plato.
– El canal da bastante asco, no me fastidies, y el frío, a ver cómo íbamos a volver luego al apartamento.
– ¡Pues a pata, coño, y helados de frío, pero no lo pienses todo tanto, no le des tantas vueltas a las cosas! Como lo de que nos echaran de un sitio público, del museo Van Gogh, no tuviste huevos de montar un numerito, tirar una papelera o el paragüero como sin querer, como si estuvieras mamado…
– Eh, eh, eh, que me atreví a mangar en la casa de Ana Frank.
– ¡Un puto marcapáginas, no me jodas! Escondido en el libro que compraste, eso no debería ni contar.
– Tres euros, ahí solo dice “robar algo”, no habla del qué.
– Pero lo suyo era que hicieras un homenaje en condiciones a esa pobre niña. Imagínatela, dos años encerrada en un cuarto minúsculo con el brasas de su tío, respirando sin hacer ruido por los continuos registros de los nazis, sin pisar la calle, tenías que haberte llevado algo digno de ser recordado.
– Pues por eso mismo, un marcapáginas. ¿Por qué es famosa la niña? Por su diario, ¿no? Pues eso, marcaré cada una de las páginas cuando lea el libro y me acordaré de esa pobre niña judía que duró dos telediarios en el campo de concentración.
– Vaya, ya me has hecho spoiler, ¡ja, ja, ja!
– Sí, como en La Pasión de Cristo, cachondo.
– ¿Y qué fue lo otro que hiciste? -Mario revisó la lista de nuevo-, Ah, sí, huir de la policía, no me negarás que no tuvo gracia.
– ¿Tú sabes que desde que lo hicimos no he salido ni un solo día tranquilo por las calles, cabronazo? Cada vez que nos cruzábamos con un coche de policía, me cagaba vivo, pensaba que venían a detenernos, que nos habían pillado con las cámaras que hay por todas las calles.
– Tranquiiiilo, mira que te lo dije, que me conozco muy bien esos callejones y tengo amigos en muchas tiendas de la zona. Ya lo hicimos una vez hace tiempo, aunque no de manera tan premeditada como ahora. Solo había que mear en el sitio adecuado, a la vista y luego correr como si te persiguiera aquella orconovia que tenías.
– Me acojonaron las sirenas de la policía y cuando me puse a correr sentí que me explotaba el corazón, qué perro eres. Y por cierto, se llamaba Diana, no me seas mamón, era bien maja.
– Pues eso, majísima, un orco, un troll de las cavernas. Tuviste huevos para huir de la poli holandesa, pero no para largarte de aquel kebab.
– Iba a hacerlo, pero, ¿tú viste el cuchillo que gastaba aquel tipo?
– Ay, el miedo, siempre los miedos.
Tras las risas se hizo un silencio. El avión posaba sus ruedas sobre el suelo de Madrid y los pasajeros sintieron el impacto del aterrizaje.
– Porque es que tengo miedo -dijo Víctor.
(Continuará…)

