Por la sonrisa de un niño, por Lester

 

Ayer terminamos nuestras dos semanas de voluntariado en el Hogar Teresa de los Andes, en Cotoca, cerca de Santa Cruz de la Sierra (Bolivia). Uf, agotador, gratificante, indescriptible, no encuentro los adjetivos. Terrible y maravilloso a la vez. ¿Qué puedo decir, qué cuento resumidamente para no escribir un post interminable? ¿Mereció la pena? ¿Lo recomiendas a otras personas, a otras familias? ¿Repetiremos? ¿Volveremos a ver a los chicos, al personal que allí se desvive por ellos?

Me cuesta mucho contar todo lo que hemos pasado en estas dos semanas, como ya expliqué nada más aterrizar en Un mar de sensaciones. La despedida fue muy emotiva porque recibimos muestras de cariño de los cuidadores, los profesores, el personal del centro y por supuesto, de los chicos. No de todos, evidentemente, porque no oculto que a algunos de los chicos no pude encontrarles en estas dos semanas las habilidades especiales de las que presume el Hogar, o al menos, cualquier capacidad de comunicación o interacción con ellos.

Los casos que uno encuentra en el Hogar son terribles, como puedes leer en sus historiales. Como los hermanos David y José María, hijos de una mujer con problemas mentales víctima de malos tratos y abusos sexuales por parte de su pareja. Aunque resulte cruel decirlo, ahora son dos pequeños salvajes veinteañeros cuyas camas son en realidad jaulas. Como Kevina, ciega de nacimiento, con retraso psicomotor, autismo, y abandonada por sus padres a los cuatro meses de edad. Como Jesús, quien, según sus padres, no tenía discapacidad alguna hasta que se les cayó al río con ocho meses de edad y tiene una parálisis cerebral infantil agravada con síndrome convulsivo. No habla, no se mueve mucho más que las convulsiones de su cuerpo y no hace nada por sí mismo.

Como todos los adultos del pabellón azul, a los que no he visto cambiar de expresión en todo este tiempo. Deberían estar en un centro especializado, atendidos por profesionales, y no en este hogar que muchos definimos como «admirable» porque se ocupa de unos casos que no le corresponden, y lo hace con su mayor voluntad, con sus mejores intenciones, y porque de no hacerlo, estos chicos estarían de nuevo en la situación de abandono que ya pasaron con sus familias y los servicios sociales carentes de recursos.

Hay que conocer el Hogar Teresa de los Andes para entenderlo, y aun habiendo convivido allí dos semanas, me cuesta comprender su existencia. Tanto, como que subsista a base de muestras de solidaridad de particulares, del apoyo de la ONG Ayuda en Acción, de los Hermanos de la Divina Providencia, o del trabajo de voluntarios como los excepcionales muchachos del Colegio Amor de Dios, de La Paz. Para siempre ya, mis amigos «los paceños».

El día previo a nuestra fiesta de despedida falleció un chico del centro. Pablo, 18 años de edad. «Afortunadamente» no le conocía, porque llevaba ingresado en el hospital varias semanas. Llevé el féretro a la capilla con otros compañeros y me quedé pensando en el tipo de vida que había llevado este joven, con una discapacidad intelectual severa, abandonado por sus padres, no atendido por los servicios sociales, y aquí al menos, atendido hasta su temprana muerte. ¡Joder, ¿cómo se pueden permitir estas cosas?! ¿Cómo falla todo el sistema, del primer al último eslabón? Lo que hizo el Hogar fue mantenerle al menos atendido, alimentado, aunque el tiempo ha demostrado que no fue suficiente ese esfuerzo.

Pero lo mismo que trato de racionalizar algunas de las cosas que he vivido, reconozco que he tenido momentos estupendos con los chicos que más he llegado a tratar. El miedo inicial a darles de comer, a superar el asco que podía suponer en ocasiones, la angustia de no saber cómo tratarlos al principio, todo eso lo superamos con creces, y mi mujer y mis hijos me dieron una lección ejemplar. Tiraron de mí más aún de lo que yo intentaba tirar de ellos. Y en ese transcurso de los días, nació el cariño hacia muchos de ellos, surgieron las bromas que no por repetidas provocaban menos carcajadas.

Con Marcelo bromeaba sobre mi reloj o sobre las fotos, con Ariel sobre sus múltiples novias, con Alejandra o Paulina chocábamos las manos de un modo que se perfeccionaba a diario, o con Pepe tenía emocionantes conversaciones pese a que es sordomudo. Enrique me daba conversación sobre otros voluntarios, me pedía que le pusiera música o que le enseñara las fotos del móvil.

Guardaré para siempre esos momentos, porque ves que con muy poco eres capaz de conseguir mucho. Sonará cursi, pero nada hay más valioso que la sonrisa de un niño, y solo por los cientos de sonrisas que hemos recogido, la experiencia ha valido la pena. O por ver pintar a Paúl, con problemas de motricidad en ambas manos, del cual me llevo un cuadro que lucirá en breve en mi salón.

Hicimos lo que pudimos para alegrar los días que compartimos con ellos, desde excursiones a Cotoca hasta talleres de zumba (mi hija, a mí no me veréis en esas), o una estupenda degustación de cocina española preparada por el inigualable equipo femenino de voluntarias (mi mujer, mi hija, la Bea del Valle del Kas y la Bea/Olga). Me dijo una de las cuidadoras que habíamos traído alegría a los pabellones, y yo creo que ellas lo agradecieron tanto como los jóvenes a los que sacamos de su rutina.

El último día vivimos una jornada especial. El Hogar celebra desde hace años unas olimpiadas especiales, una competición para los chicos del centro, que luego se extiende a otros centros con muchachos con discapacidades intelectuales. Pasé algunos días ayudando en los entrenamientos y el día de la competición resultó divertido y gratificante a la vez, con unos jóvenes que no competían contra sus rivales, sino contra los problemas físicos que la naturaleza les dejó.

Sus caras de satisfacción en el podio no tienen precio. Me sorprendió ver a tanta gente volcada en el evento, como los profesores con la decoración, los colegios invitados, público, y el resto de chicos del centro animando a sus compañeros. Por todos estos momentos la experiencia mereció la pena.

Al igual que el colegio Amor de Dios, de La Paz, quisimos pintar un mural en una de las paredes del centro para dejar una huella de nuestro paso por allí. El lema escogido por el equipo de voluntarios no pudo ser más acertado: Dibujando sonrisas. En el vídeo que emitimos con los mejores momentos pasados en el Hogar no se veía otra cosa. Chicos sonriendo a pesar de todas las dificultades a las que se han tenido que enfrentar y se van a tener que seguir enfrentando.

No soy quién para recomendar esta experiencia a nadie, que cada cual se mire a sí mismo y se diga si es capaz de enfrentarse a algunas situaciones que parten el alma a cualquiera. ¿Repetiremos? Sinceramente, no lo sé. Creo que el centro necesita otra cosa que el esfuerzo voluntarioso de unas personas que le pueden dedicar un par de semanas, que siempre es bienvenido pero es insuficiente. Requiere mucha financiación, la contratación de personal especializado en numerosas áreas, como la médica o la fisioterapia, por ejemplo, y quizás la mejor ayuda pueda venir desde la distancia, dando a conocer el proyecto o implicando a empresas como Sacyr (Una gota de agua).

¿Volveremos a vernos? Seguro que sí. No puede romperse el lazo que se ha creado con los chicos, ni con el personal del centro, no quiero mencionarlos porque seguro que se me olvidan muchos, (Rossy, Jorge, Mario, Carolina, Rosario, Ludwig, Carmela, y todos los demás sin excepción, gracias por aguantarnos).

En algún momento de mi vida volveré a ver las sonrisas de esos niños.

 

6 comentarios en “Por la sonrisa de un niño, por Lester

  1. Enhorabuena familia!! Hay que estar hecho de una pasta especial para hacer lo que habéis hecho. Seguro que ha sido una experiencia increible. Ya me contarás con más detalle.

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