Esa puta paloma, por Lester

Sábado 16 de abril

«Me robas la sonrisa que ni yo sabía que tenía entre los labios». En ocasiones, las bellas palabras escritas por Mario Benedetti conectan de modo extraño con mi realidad y siento que toman vida a poco que alce la vista.

«Solo me faltan seis meses y veintiocho días para estar en condiciones de jubilarme». Día arriba, día abajo, me encuentro en situación similar al protagonista de La tregua, y llegado a esta edad en buena salud física y mental nada hallo más placentero en mi acomodada vida que el ratito de lectura en la terraza de mi jardín. Nada del otro mundo, no crean, apenas unos metros cuadrados con vistas a un jardín con cuatro árboles y un césped descuidado, pero un oasis de tranquilidad que ordené construir con los últimos ingresos obtenidos tras una larga carrera en el mundo de los negocios. Café solo, algún dulce ocasional, teléfonos desconectados y una hora mínima de placer absorto en la literatura. El descanso ocasional de los párpados refleja el equilibrio emocional que soy capaz de encontrar, toda una licencia poética para definir el sopor que indefectiblemente me invade tras el almuerzo, por interesante que pueda ser la lectura.

«Me robas la sonrisa que ni yo sabía que tenía entre los labios», repito en mi cerebro mientras contemplo a esa puta paloma que lleva días haciendo vida en mi jardín.

«La conozco. Sé cuántos lunares tiene en la cara, que se arregla el pelo cuando está nerviosa, que la rutina le aburre a muerte…», el canto enamorado de Benedetti contrasta con mis pensamientos acerca de la invasora. «La conozco», es una paloma común, fea como un demonio, con dos manchas negras características en el ala derecha, color gris claro en el cuerpo y más oscuro en las alas, cola plomiza, pico blanco y afilado, y tonos verdosos en un cuello que estrangularía o quebraría con gusto como la tía Juani hacía con los pollos en el pueblo castellano que hace tiempo dejé de visitar.

La rutina no le aburre a muerte, más bien parece dar sentido a su vida. Se posa en la misma rama alta desde hace semanas, con un aleteo que lejos de ser grácil consigue atronar como el inicio de una tormenta. Acomoda las alas, las bate, se acicala el lomo con el pico y me atrevo a decir que me mira con ese ojo derecho que lo mismo mira al norte que al sur, que escruta mis gestos. Me provoca.

«No me cansaría de verla cada mañana al despertar». Yo no aguantaría la cordura de verla cada atardecer interrumpiendo mi hora de asueto. A lo largo de los años he tenido pájaros y aves de todo tipo visitando ocasionalmente mi modesto jardín. Su canturreo suele ser hermoso como el del ruiseñor, o gracioso como el del jilguero. Las palomas arrullan, mas mi puta paloma arrolla. No gorjea, sino que grajea. Y si el sonido de estas aves se llama zureo, el de mi puta paloma es un zorreo en toda regla. «¿Estaré reseco? Sentimentalmente, digo».

Perdonen el lenguaje, pero es que no puedo más. Desconozco si la paranoia se está apoderando de mi envejecida mente, pero creo percibir que la paloma se burla de mí, me provoca, altera mi paz y su arrullo animal suena a carcajada humana. El alma de una bruja malvada cautiva en el cuerpo de una tórtola.

«¿Por qué no se morirá? Al principio estuve amasando mi rabia, contestando entre dientes, puteando mentalmente». Cierto, la rabia me invade, aún no la ira, mas Benedetti es sabio y me habla de modo directo, mirándome a los ojos con la bonhomía del hombre de la foto de portada:

«Después la bronca cedió paso a otra sensación. Empecé a sentirme viejo».

Sábado 23 de abril, después de comer

Sostengo con cuidado el café en una mano y el libro en la otra mientras salgo a la terraza. Respiro el aire fresco del jardín y siento la brisa de la primavera en el rostro. Es mi momento. Cuando voy a dejar el café en la mesa baja de cristal encuentro las heces blanquecinas y putrefactas que la puta paloma ha dejado a modo de obsequio. El símbolo de la paz ha desenterrado el hacha de guerra. Sé que mi enemiga me mira desde la rama, aunque parezca estar oteando el sol del atardecer. «Más que sus ojos, su mirada. Miraba como queriendo decir algo, y no diciéndolo».

Alcanzo unos guijarros del parterre y se los lanzo con rabia. Comprenderán que por vergüenza no reproduzca los improperios y lindezas que mi boca esputa hacia ella mientras contemplo cómo esquiva los cantos y alza el vuelo con un graznido impropio de su especie, pero acorde con su condición de bruja maligna de sonrisa gélida. Sé que mis esfuerzos resultan baldíos y que no tardará en volver. Pero yo sí que tardaré en olvidar la mirada estupefacta e incrédula de mis vecinos. Todos ellos en las ventanas de sus casas, todos ellos, y niños y mayores, contemplando a ese cuasi jubilado acosador de palomas lanzando chinas como un poseso. Recuerdo aquella frase que dijo algún sabio:

«Discutir con un imbécil es como jugar al ajedrez con una paloma.

Al final, la paloma se cagará en el tablero y se paseará victoriosa».

Domingo 24 de abril

«Me deja una horrible sensación de tiempo derrochado, algo así como si la estupidez me anestesiara el cerebro». Paso a la acción y provisto de una escalera, me subo al árbol serrucho en mano dispuesto a cortar la rama en la que de modo nada grácil se posa la puta paloma. Es una de las ramas más altas del chopo y tengo que hacer equilibrios sobre una rama inferior para poder alcanzar su guarida, su puesto de vigilancia, su torre de Mordor. Ahí está el nido, lo veo, un trabajo admirable de carpintería, un cesto de finas ramas compuesto con paciencia por esa ave demoníaca que sin embargo no es capaz de hacer gala de la misma virtud cuando de soltar sus excrementos se trata. La rama cruje cuando el serrucho cumple su cometido y el nido cae a plomo, mas otro crujido se oye a mis pies y, como los cánones de la física ordenan, caigo a cámara lenta al vacío.

No sé cuánto duró la caída, pero una eternidad sin duda ha pasado en lo que tardo en recuperar el aliento. «Entonces sentí una tremenda opresión en el pecho, una opresión en la que no parecía estar afectado ningún órgano físico, pero que era casi asfixiante, insoportable». «Admito que me consumió, me despedazó, me destrozó. Pero también admito que me hizo mirar hacia delante y entender que todo en esta vida tiene un motivo». Recobro la respiración, jadeo,  y trato de recomponer mi maltrecha espalda. Hoy descansaré largas horas en la cama. «Ahí, en el pecho, cerca de la garganta, ahí debe estar el alma, hecha un ovillo». Mi alma clama venganza.

Lunes 25 de abril

«Los malos momentos servían para crear la fórmula de la desdicha». Me levanto para ir al médico, con objeto de que me recete un elixir mágico que alivie los dolores que me invaden el cuerpo, los mismos dolores que me impidieron conciliar el sueño la noche pasada. Cuando me dispongo a entrar en el coche, encuentro una deyección descomunal ocupando buena parte de la luna, y sé bien que no es casualidad que tape justamente la visión del conductor. Mi visión. Aunque calculo que por tamaño la defecación podría corresponder a un pterodáctilo del jurásico, sé que ha sido ella. Sé que la puta paloma que altera mi existencia está detrás de este atentado, pero a ella le conviene saber que la guerra no acabará así.

Sábado 30 de abril

«Lo nuestro fue tan fugaz, que una estrella nos vio y pidió un deseo…», acabar con la puta paloma.

Domingo 1 de mayo

«Hoy fue un día feliz: solo rutina».

5 comentarios en “Esa puta paloma, por Lester

    • Pero el hábitat de las gaviotas se encuentra en la costa, cerca del mar, donde a buen seguro se halla usted resguardada del calor de las ciudades del interior. En cualquier caso, le cedo con gusto mi puta paloma, a cambio de que no me envíe ese ejército de putas gaviotas chillonas y cagonas. Saludos.

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