El día de nuestros padres, 1 de 2

Hoy es el llamado Día del Padre, y voy a tratar de dejar a un lado la parte comercial que conlleva (“regálale una maquinilla de afeitar”, “una motosierra”, no eso, no, que a veces tengo ideas en el trabajo), voy a tratar de apartar también el hecho de que yo mismo soy padre (magníficas manualidades me esperan), y por último, voy a intentar obviar también el hecho de que el Día del Padre coincida con San José, o se celebre precisamente por San José, justamente aquel buen hombre que nunca fue padre, según nos han contado. O fue Padre Putativo, P.P., dramáticas siglas, que la primera vez que me lo dijeron pensé que era un insulto.

Así que la entrada de hoy de los cuatro amiguetes va dirigida a nuestros padres, especialmente a aquella herencia de nuestros padres que nos ha convertido en buena parte de lo que hoy somos. Y es que, lo queramos o no, por muchas discusiones que hayamos podido tener en el pasado con ellos, por mucho que hayamos querido desoír sus consejos, o nos hayamos rebelado contra la autoridad paterna, al final nos terminaremos convirtiendo en una versión de ellos. No mejorada, ni tampoco necesariamente mucho peor, solo distinta. Una versión complementada con la paciencia infinita de las madres, los compañeros que hayamos tenido en nuestra vida, las mujeres que nos han marcado, los profesores que nos dejaron huella, nuestros ídolos de juventud y miles de influencias más que hemos recibido a lo largo de los años.

Este post de hoy tratará de ayudar al lector a entender por qué somos como somos esta panda de pirados, qué poso dejaron nuestros padres en cada uno de nosotros para habernos convertido en estos cuatro tipos que intentan entretener al lector con sus historias. Dice Lester en uno de sus relatos que «los trece años son una edad muy complicada, porque antes de los trece no sabes hacer nada sin tus padres, y después no quieres hacer nada con ellos». Pues yo añadiré que a los «cuarentay» te das cuenta de lo gilipollas que eras en el pasado.

Cara TravisTRAVIS

En mi familia éramos seis hermanos: una chica, la mayor, y cinco animalitos asilvestrados. Desde bien pequeños, y hablo de finales de los setenta y principios de los ochenta, mi padre adoptó la costumbre de llevarnos al cine los domingos por la tarde a esas maravillosas sesiones continuas de tarde. De tarde cuando entrabas, porque salíamos siempre de noche. Mi madre y mi hermana, las mujeres de la casa, normalmente no venían, porque nuestro tipo de películas no era de su agrado. Y eso que veíamos de todo. Reconozco que quizás fuera el único momento de la semana en que los cinco animales teníamos un comportamiento normal, de personas decentes y con educación.

Recuerdo que íbamos al cine Aragón, a los de Ciudad Lineal, a los Victoria (¡que siguen existiendo!), creo que al Marvi, al Benlliure,… Tengo algunas dudas con los nombres de los cines. Las sesiones continuas, para los más jóvenes, consistían en programas dobles de películas que no eran de estreno, comenzaban a emitirse a las cuatro de la tarde y estaban así hasta las doce de la noche. Lo normal era ver las dos películas del tirón, con un parón breve para desaguar, pero nosotros cinco (y nuestro sufridor padre) íbamos un poco más allá. Normalmente llegábamos al cine con la primera película ya empezada, media hora o tres cuartos, porque las comidas familiares de los domingos son sagradas y era imposible estar a las cuatro en el cine. Nos enganchábamos a la primera película, a continuación veíamos la segunda, y le decíamos a mi padre que queríamos ver la parte no vista de la primera, para completar la historia. Como nos encantaba, como en mi familia el cine, y no la música, amansa a las fieras, nos quedábamos a ver la primera película completa de nuevo. En total podíamos estar en el cine cuatro o cinco horas seguidas.

Ese modo de ver cine me sirvió para darme cuenta de una cosa, que luego leí en el Diccionario de cine de Fernando Trueba que a él también le pasó: «cuando llegó el momento de la película en que debía irme, me quedé un poco más, y un poco más, y así hasta que la vi de nuevo entera».  Como ya sabíamos el final de la película, y luego veíamos el principio, te dabas cuenta de que determinadas frases o elementos, o pequeños gags puestos al principio, tenían su sentido para lo que en algún momento de la historia iba a desencadenar el final. Trueba lo define mucho mejor que yo: «El hecho de saberlo todo, me hizo consciente de la construcción de aquella película». Cierto es que a Trueba le pasó con Ariane, de Billy Wilder, y a nosotros nos pasaba con todo tipo de películas, algunas que me da hasta vergüenza recordar. Pero me sirvió para darme cuenta de que la película estaba perfectamente trenzada, la historia hilvanada, que todas las frases tenían sentido. Desde entonces, y me pasaba con diez, doce o quince años, presto una especial atención a esos trucos de los guiones, y por eso detesto que me hagan trampas.

A veces me junto con mis hermanos y somos capaces de recordar algún programa doble. La verdad es que recordamos bastantes, y aunque algunos su sola mención provoque vergüenza, lo voy a hacer. Con un par.

Recuerdo haber visto Papillon y a continuación El coloso en llamas. Míticas. Grandes en todos los sentidos. La primera película dura 150 minutos, y la segunda 165, así que echen cuentas. Como en las dos sale uno de mis actores favoritos, Steve McQueen, recuerdo que mi padre nos dijo: «es que después de escaparse de la isla de Papillon, se hizo bombero en San Francisco». Toma ya.

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Aterriza como puedas, y Aterriza como puedas 2, del tirón. Recuerdo que nos encantaban Terence Hill y Bud Spencer, y en un cine al aire libre de verano nos tragamos Dos Misioneros y Dos Super Policías. O Dos Super Super Esbirros con Quien tiene un amigo, tiene un tesoro. También he tenido la suerte de ver Ben-Hur en el cine, aunque lógicamente no en programa doble. No admitían niños de madrugada en los cines.

Tengo dudas con varias bélicas, pero sé que he visto en el cine La batalla de las Ardenas, La batalla de Midway, Operación Rommel, Los héroes de Telemark,… Nos gustaba tanto el género bélico que por confusión mi padre nos llevó a ver mi primera película porno light. Resulta que ponían La gran ruta hacia China, una especie de imitación cutre de Indiana Jones con Tom Selleck, y la otra se titulaba Maniobras de la doctora con los soldados, una italianada infame (pero muy divertida) que me tuvo con los ojos como platos. Recuerdo que fui yo el que elegí el programa doble, tendría doce o trece años, y aquella noche no podía dormir de la e……ción. Emoción, quería decir emoción. Se puede encontrar por internet, como una peli de culto, ojo con el argumento:

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«La provocativa doctora Eva Marini (Edwige Fenech) viene invitada al regimiento del Coronel Fiaschetta (Renzo Montagnani) para realizar un estudio secreto sobre la sexualidad de los soldados en el ejercito italiano». Estoy por volver a verla.

Por ver programas dobles, hasta vimos uno de Chuck Norris, McQuayde, Lobo solitario, y a continuación, Delta Force. O clasicazos adolescentes como Cuenta conmigo con Escuela de genios. Frikadas como Los siete magníficos del espacio, aunque no recuerdo con cuál. Da igual. Me encantaba, y me sigue gustando ir al cine. Por mucho que se pueda piratear hoy día cualquier película, nada es comparable, empezando por tu propia predisposición, a meterse en una sala de cine y evadirte un par de horas de la realidad (o cinco). ¡Gracias por esa formación tan diversa, padre!

Cara BarneyBARNEY

Mi padre me obligaba a hacer deporte. Quizás preveía mi tendencia a engordar (ver foto) y pretendía prevenirme, pero el caso es que lo consiguió durante muchos años. En realidad mi mayor motivación estaba en el cabroncete de mi hermano pequeño, que se pasó media vida intentando superarme en todo, al fútbol, al basket, al tenis, al ping-pong, con la bici, a las chapas,… Al ajedrez no lo intentaba.

Esa rivalidad inspira el reciente post Hermanos y rivales. Mi padre odiaba que estuviéramos en casa, nos repetía continuamente «con vuestra edad deberíais estar en la calle, haciendo deporte, no vagueando». Y a base de insistencia y collejones, lo consiguió. Le dábamos a todo, y cada vez que nos veía, trataba de corregir nuestros fallos. Era muy insistente con el tenis: «el brazo estirado, el brazo estirado, nada de encogerlo…», «el saque tiene que salir del culo, el brazo bien atrás, nada de pegarle plano», «ponte de lado para golpear la pelota, nada de darle de frente…» Le agotábamos. Y no me extraña, porque yo tambén he enseñado a mis hijos a jugar al tenis y he repetido las mismas frases unos cuatro millones de veces. Con poco éxito, todo hay que decirlo.

Al menos mi padre debería saber que a mis vecinos de urbanización les suelo ganar porque le pego con el brazo estirado, el saque me sale del culo, de bien atrás y golpeo de lado, mientras que la mayoría de mis colegas le dan con el brazo encogido, hacen el saque plano y se ponen de frente para recibir la bola. Algo me quedó.

Tengo muchos recuerdos deportivos también frente al televisor. Mi padre siempre le tuvo manía a los números 7 del Madrid. Parecía una fijación: «Joer, Juanito, qué tío más sobrevalorado», «Butragueño, qué manta es», «Raúl, un bluff»,… Ahora ya no dice lo mismo con CR7. Como mucho, se queja de sus pintas, de su tontería. Recuerdo también mi primer y único Madrid-Barça en el Bernabéu, debía ser el 76 ó el 77, con 1-1 en el marcador, goles de Jensen y un tal Cruyff, aún lo recuerdo.

Pero los mayores recuerdos que tengo son de otros partidos que no son del Madrid. El 5-1 a Dinamarca en México 86, el Italia-Brasil del Mundial 82 a través de una tele de un chiringuito en Benalmádena, la final que perdió el Barça en Sevilla contra el Steaua de Bucarest fallando los cuatro penaltis (se nos escapaban las carcajadas), una final de Wimbledon McEnroe-Connors (la que ganó este último, grande Jimbo),… Pero el momento más alocado que recuerdo fue el 12-1 de Malta. Con el octavo, noveno, décimo gol nos íbamos calentando, gritando, totalmente alterados, enajenados, hasta mi madre, tan pasota del fútbol, pero cuando llegó el duodécimo («doceavo» que diría algún ex ministro de Educación), aquello fue el caos. Recuerdo a mi padre de pie en el sofá dando gritos, igual que nosotros, mirando por la ventana a los vecinos, que estaban igual de exaltados que nosotros. La grabación la hemos visto mil veces, pero se me sigue poniendo la piel de gallina al recordar esos momentos, gallo de José Ángel incluido:

No quiero que nadie me robe este momento, y que me digan que los jugadores de Malta no se movían, que todo estaba amañado, que hubo dinero de por medio… No, yo quiero creer en el deporte y en el fair-play, y reconozco que ahí sí fue muy efectivo mi padre con su insistencia. He sido siempre muy respetuoso y correcto en el deporte… excepto con el cabroncete de mi hermano pequeño.

Como el fútbol añejo tiene acento argentino para mí, ¡gracias, viejo!

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5 comentarios en “El día de nuestros padres, 1 de 2

  1. Hola, Travis: Me ha encantado recordar aquellos tiempos y, sobre todo, que guardes un buen recuerdo. Yo también disfrutaba un montón. Algunas veces se añadían al cine algunos amigos vuestros, con lo que yo solito me llevaba a 8 ó 9 chavales. Tenía al barrio conmocionado. Y todos en el coche. Ay, qué tiempos.
    Gracias por tu relato. Me ha hecho pasar un buen rato.
    Un fuerte abrazo. Tu padre.

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  2. Hola, Barney: Qué buena memoria tienes. Efectivamente, reconozco cuanto cuentas de tu infancia deportiva. Lo del saque desde el culo, mi manía con el 7 del Madrid, el 12-1 a Malta, etc., qué buenos recuerdos. Incluyo tu rivalidad con tu hermano pequeño, que ha sido muy sana y a los dos os ha resultado positiva porque no llegasteis a romperos ningún hueso en algún encontronazo.
    Que te dure por siempre la afición por el deporte sano, que incluye transmitirla a los hijos. Es bueno para el cuerpo, pero, sobre todo, para el alma,
    Un fuerte abrazo. Tu padre.

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  3. ¡Como me gustaría que mis hijos tuvieran un recuerdo mío tan agradecido! Eso de ir entendiendo a tu padre según uno se hace mayor ( y padre..) me pasa a mi pero con mi madre. Debe ser que el género marca. Tantas cosas que no sabría verbalizar pero que sin embargo las entiendo, las sonrío y las sufro.
    Que ignorante y atrevida es la juventud ¡já! y debe ser así porque un joven ya resabiado sin haber ido al ritmo de la vida no creo que sea ( ni será) una pieza en buen estado.
    Me entristece pensar en la posibilidad de que los hijos maduren …y aún así no entiendan. Me entristece pensar en los hijos que no consiguen nunca desarrollar la empatía suficiente para ponerse en el lugar de sus padres y entender sus aciertos y sobre todo sus errores.

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  4. Coño, Barney, que sorpresa, te ha llevado casi 40 años reconocer que eras un cabroncete con tu hermano pequeño. Entiendo que la otra mitad de la vida de tus enfrentamientos con tu hermano, fuiste tu el que trataba de superarle.

    Tu hermano pequeño

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